Hola, me llamo Bartolomé Segura y trabajaba en el Jardín Botánico. Regar trasplantar y podar; un trabajo simple que no todo el mundo sabe hacer. Al regresar a casa cada día tenía que desandar los treinta pisos de escaleras que bajaba cada mañana, y al amanecer, de nuevo me lanzaba escaleras abajo, camino del Jardín. Pero un día, la monotonía se fue al cuerno con la picadura de un pulgón verde. Sí, tal y como os cuento: el pequeño demonio se cebó con uno de mis dedos cuando me las veía con un árbol enfermo, y la cosa se habría quedado aquí, de no ser por la misteriosa-extraña-inesperada circunstancia que siguió a mi encuentro con el pequeño ser.
Nada más llegar a mi hogar, encontré las señalizaciones de una obra. Al parecer, mis vecinos, esa comunidad gris y anónima con la que no había convivido jamás, se había puesto de acuerdo para instalar por fin uno de esos artilugios modernos que suelen verse en edificios de mejor ralea: un bendito ascensor. Podéis imaginar lo rápidas que fueron desde aquel entonces mis idas y venidas. Ahora sólo tenía que pulsar un botón. ¡Bendita libertad de movimiento! He perdido la cuenta de la cantidad de veces que pulsé aquel botón, pero el ritmo de subidas y bajadas alcanzó tal volumen que estaba empezando a sentirme como un pulgón saltarín. Por supuesto, no pasé por alto la coincidencia entre la picadura de la pequeña bestia y mi nuevo superpoder. Porque aquello del ascensor era lo más parecido para mí a tener un superpoder, y mucha casualidad era que hubiese llegado justo después de haber sido profanado por el adn de aquel insecto. Y claro, un superpoder cambia las cosas, y le cambia a uno a poco que se descuide. Mi confianza creció tanto que empecé a prescindir de todo lo que antes me había parecido importante, empezando por el trabajo y terminando por mi propia higiene personal. Lo tenía decidido: viviría el resto de mis días subiendo y bajando. Pulsando aquel maravilloso botón hasta quedarme sin dedo, ascensor arriba, ascensor abajo... Esto, como era de esperar, chocó con el carácter corrientucho de mis vecinos. Verme allí dentro todo el día, sucio y mal vestido, tampoco ayudaba. En una ocasión, uno de ellos me abordó con una historia: los protagonistas eran Dédalo e Ícaro, y la historia hablaba sobre un chico que aprendía a volar. Me emocioné al instante. Entonces, mi vecino dijo: «Tendrás unas alas como las del cuento». Y así fue, del mismo modo que aquella comunidad se había puesto de acuerdo para instalar un ascensor, hizo lo propio con un par de maravillosas alas. En poco tiempo, me vi en el tejado del edificio, muy por encima del ascensor, con los brazos extendidos. Yo, el Pulgón Verde, quería más, y volé.
Treinta pisos después, dejé de ser pulgón y pasé a ser un charco verde.