Despertó interrumpiendo el sueño, sentía esa presencia otra vez. Sorbía aire y lo retenía por unos instantes, sentía su corazón acelerado. Sentía respirar y no era su respiración. Se sentó en la cama, infinita era la oscuridad que la abrazaba, que la volvía parte de ella y la aprisionaba. Ahora no podía respirar. Desesperó como tantas veces lo había hecho. Sabía que esa noche no era la primera, que ya había sucedido, y no pudo evitarlo. No pudo evitar sentir crisparse todo su cuerpo. Y temblaba, y lloraba y temblaba hasta el tuétano. Hizo un esfuerzo, se estiró hasta donde estaría la mesa de luz. Con las yemas de los dedos sintió el interruptor del velador. El cuarto se iluminó y pudo respirar con algo más de normalidad.
Se arrojó de la cama dejando la habitación atrás, llegó al living donde permaneció el resto de la noche hundida en el sofá. En vilo la tuvieron los ruidos nocturnos. Los ojos eran dos rubíes en un brilloso lodo morado, que parecía no soltarlos hasta más allá de las cienes. Apretaba las piernas al pecho, posando el mentón entre sus rodillas. Respiraba lenta y sigilosamente.
No tenía conocimiento de la hora cuando sintió que golpeaban la puerta. Estalló otra vez en el pánico que la hizo estar toda la noche acechando desde el sillón.
-¡Mari! -Gritó una voz desde afuera.
Supo que era la voz su hermana gemela. Saltó del mullido asiento al frío parqué. Recorrió el comedor con rapidez. Sintió escalofríos. La boca le temblaba golpeando los dientes. La piel se le hizo de gallina. Y recordó que su hermana había muerto. Se había suicidado. No sabían por qué.
Pegó media vuelta y corrió. Los pies descalzos latigueaban sobre el suelo. Entró en el baño. Agitada en el silencio del cuarto. Oía su respiración, su respiración y otra respiración.
En la desesperación encontrar su origen, terminó por verse al espejo. Se ahogaba, las manos grisáceas y huesudas rodeaban su garganta. Y cada vez era más fuerte. Intentó ayudarse con sus manos. No sentía con los dedos lo que veía en el espejo. Pero se asfixiaba, el aire le empezó a faltar por completo. Se mareaba. Bajó la cabeza, en el lavamanos una hoja de afeitar. La apretó entre los dedos, con la mano, sintió arder las yemas, cortó las manos sobre las muñecas, en el dorso, en los dedos. Sangre oscura brotaba de las heridas.
El alivio fue inconmensurable.