Se repetía. Con la misma constancia con la que un reloj da la hora.
Empapado en sudor, comprobé que había sido privado de toda libertad de movimiento. Apenas podía respirar. Escuché la puerta del armario abrirse y, poniendo toda mi fuerza de voluntad en ello, conseguí girar los ojos para encontrar los suyos, no dentro del armario sino tras la puerta abierta. Su mano huesuda la sostenía mientras en su rostro se dibujaba una sonrisa macabra.
Un peso se había puesto sobre mi pecho. Desvié de nuevo la mirada para comprobar que sobre mí no había más que una sombra, y esa sonrisa que se me clavaba viniendo desde el otro lado de la habitación.
Paralizado, pero no por el miedo pues no le temía a ella, sino al ser en el que me convertía cuando estaba presente. Cuando me miraba. Cuando me rozaba aun estando a más de un par de metros de mí.