«Prima Jezabel»… Jamás dos palabras, inocentes en apariencia, encerraron un significado tan siniestro.
Debo remitirme al veintitrés de noviembre de 1975, cuando era solo un niño de ocho años. La fatalidad del destino provocó que mi madre tuviera que ausentarse de la ciudad durante la tarde; y como no había colegio, se le ocurrió dejarme al cuidado de tía Andrea. La cuestión es que, nada más enterarme de tal decisión, mi corazón empezó a palpitar.
Horas más tarde, agrisada por un cielo plomizo, la verja de aquel caserón situado a las afueras se abría, chirriante, para mostrarme el jardín de ramas desnudas y oscuras, que incluso llegaban a trepar por los muros mohosos de piedra. Ni siquiera la sonrisa de tía Andrea, quien a decir verdad siempre me trató con afecto, evitó la desazón que me embargaba. Tras los pertinentes saludos y las palabras de mi madre pronunciando el consabido «Pórtate bien…», me adentré hacia el interior de ese rincón maléfico.
—¿Te sucede algo, cariño? —inquirió la tía, con un triste brillo en las pupilas—. Tu madre me ha dicho que estás algo nervioso.
Hice un gesto ambiguo que no la sorprendió, pues de sobra conocía mi extrema timidez.
Movido por el instinto de protección, escudriñé el jardín y la puerta cerrada del cobertizo de infaustos recuerdos. La circunstancia de que prima Jezabel estuviera muerta debería haber supuesto cierto alivio respecto a mis temores secretos. Ya no oiría los pasos renqueantes al acercarse con la cojera de sus piernas largas y delgadas, mientras tatareaba la misma inquietante melodía de siempre; ni me amenazaría al sorprenderme en aquel «espacio sagrado» ojeando el cuaderno de viñetas lúgubres que ella dibujaba, como impulsada por funestas musas. Pese a ello, me envolvía la sensación de que las vibraciones que desprendió en vida seguían vagando por semejante lugar.
Entramos en la casa, y encontré el salón desangelado. Sobre el aparador se encontraba una foto suya, cuya visión rechacé enseguida.
Tía Andrea me sirvió zumo y, pensativa, me cogió luego de la mano.
—Ven, cielo. En el cobertizo hay tebeos y libros; ¿te acuerdas…? Allí no te aburrirás. —Suspiró con un inopinado mohín de tristeza.
Aun rodeado por los vigilantes árboles del jardín, intentaba convencerme de que nada iba a suceder. Llegamos al cuartucho, iluminado por una bombilla que pendía del techo.
—Creía haberla apagado —exclamó ella, sorprendida. Luego me acomodó en la solitaria silla de siempre y encendió un brasero, antes de dejarme solo y perderse entre las paredes del caserón.
Los dedos me temblaron al reencontrarme con los dibujos, vistos de nuevo bajo ojos intrusos, y los segundos se ralentizaron. Oí entonces unos pasos, demasiado renqueantes y lentos para tratarse de tía Andrea. Y en medio del desconcierto, surgió esa melodía de pesadilla, que al aproximarse me turbó la mente. Una cara alargada, de mirada torva, aparecía por el vano de la puerta…
Al abrir los ojos ante mi madre y tía Andrea en el hospital, fui incapaz de articular palabra alguna.