Otello se desplomó a su lado, cayó el telón y estallaron los aplausos. Entre reverencias, le entregaron un enorme ramo de flores que rivalizaba en belleza con su rostro, bendecido con el efímero don de la juventud. La cantante abandonó las tablas con el murmullo de los vítores resonando en las paredes del Gran Teatro.
Con el pecho henchido de orgullo, llegó hasta su camerino, inundado de flores y tarjetas de admiración. Tiró las que llevaba en la mano, apartó dos jarrones de un puntapié y se metió tras el carísimo biombo de nácar —regalo de un admirador— para deshacerse de Desdémona. Una vez desnuda, tiró de la cremallera oculta en su cuero cabelludo, se arrancó de cuajo el pellejo de prima donna y lo dobló cuidadosamente sobre las rodillas del cadáver desollado que había sentado en un sofá orejero.
Prendió un lirio en el ojal de su chaqueta, se colocó la pajarita y, silbando una cancioncilla infantil, se perdió entre bambalinas.