Los hechos que voy a narrar siempre estarán en lo más profundo de mi alma hasta el día de mi muerte. Tenía siete años y estudiaba en aquel caserón renacentista regentado por una congregación de religiosas.
Aún recuerdo aquellos lóbregos pasillos, aquellas leyendas sobre hermanas que habían sido emparedadas en sus muros y cuyos lamentos aún podían escucharse en noches tenebrosas.
Cuando llegó la hora de la salida de aquel fatídico día, una marabunta de chavales llenó la calle de alboroto y griterío.
—¿No ha salido Dani? —preguntó su madre.
Al no poder informarle sobre su hijo, entró en el colegio a consultar a las hermanas, las cuales, extrañadas de que no hubiese salido con todos, le acompañaron a mirar dentro por si se hubiese quedado rezagado. Pero no apareció por ningún lado.
—No puede ser —repetía la madre cada vez más asustada—, yo le he traído al colegio esta mañana. —Como bien pudimos confirmar algunos.
Ante lo inquietante del caso decidieron llamar a la policía no fuese que alguien, aprovechando un descuido, hubiese entrado en el colegio y se hubiese llevado a Dani. Poco tardaron en llegar dos coches que, tras entrar rápidamente, nos interrogaron a todos. Fue en ese momento en el que otro compañero se acordó de que había visto a sor Margarita llevándose de la mano a Dani hacia el interior del convento.
—¿Sor Margarita? —dijo alarmada la superiora—. Sor Margarita tiene un trastorno nervioso y no se le permite relacionarse con los niños. ¡Ay Dios mío! Vayamos corriendo a su cuarto.
Desgraciadamente nadie se molestó en impedirnos ir con todos hasta el cuarto de sor Margarita. Llegamos, abrieron la puerta y presenciamos la cosa más terrorífica que un niño puede llegar a ver en su vida. Allí, sobre la mesa, se encontraba el cuerpo despedazado de Dani. Un tremendo corte le había seccionado el pecho en dos y se mostraba, llena de sangre, toda su cavidad torácica, dos gruesas arterias desgarradas sobresalían por encima de los lóbulos pulmonares, faltaba el corazón y, aunque no se le veía por ningún lado, estaba claro que había sido arrancado con violencia. Sor Margarita estaba cubierta de sangre, tenía la cara desencajada y una terrorífica mueca reflejaba el aquelarre que acababa de suceder allí.
—Soy la esposa de Lucifer —gritaba y reía la desdichada hermana fuera de sí—. Acabamos de celebrar los esponsales y he comulgado con el corazón de un inocente.
Los policías le arrebataron el cuchillo y, tras ponerle las esposas, llamaron a los servicios forenses y al juez. La madre de Dani, gritando de dolor e intentando abrazar los despojos de su hijo, fue sacada por otros agentes, mientras nos echaban a nosotros cuando, desgraciadamente, ya era demasiado tarde.