El frío me despierta. Me he quedado dormido frente al fuego de la chimenea, ahora apagada.
Me levanto para reavivar los rescoldos que emiten un frágil brillo rojizo.
Al coger el atizador observo que mi mano está manchada.
Miro a mi alrededor. Los recuerdos del final de la noche resurgen en mi mente.
Ángel propuso que contáramos historias de miedo. La línea de mi boca se transforma en una sonrisa; a veces es tan infantil.
Y ahí está. Duerme plácidamente en una de las butacas.
Busco en el cesto que hay al pie de la chimenea. Los troncos se han acabado. Deberíamos habernos provisto de más.
La casa no tiene calefacción y el frío de la noche se ha colado por las rendijas de las viejas ventanas.
Héctor propuso el fin de semana. El miércoles nos mostró las llaves.
“Está aislada, lejos de la civilización. Y si os animáis es nuestra desde el viernes por la tarde hasta el domingo.”
Un escalofrío me recorre de la cabeza a los pies. Ahora mismo no estoy tan seguro de que fuera una buena idea.
Me acerco hasta Ángel. Si lo dejo aquí el resto de la noche, es posible que mañana amanezca congelado.
—Ángel, tío, despierta. Vámonos a la cama.
Lo toco en el brazo para despertarlo y su cabeza, inerte, se desploma hacia un lateral.
Una gran mancha oscura se distingue en su jersey blanco de lana.
Repaso la distribución de la sala en busca del interruptor de la luz. Me dirijo hacia él para descubrir qué diablos ocurre cuando me tropiezo con algo que me hace caer de bruces al suelo.
—¿Pero qué coño…?
Sin terminar la frase, en la penumbra, reconozco los pantalones Héctor.
—¡Joder!
Llego hasta el puto interruptor y lo pulso. La imagen es dantesca. Como en una mala película de terror, la sangre lo inunda todo. Mis amigos están cubiertos por ella.
Regreso hasta Héctor que descansa sobre una alfombra empapada que ha cambiado de color.
No me atrevo a tocarlo. Debería asegurarme pero, por la cantidad de sangre, me atrevo a presagiar que está muerto.
Desvío la mirada hasta el orejero que mantiene el cuerpo inerte de Ángel.
¿Qué mierda ha pasado?
Mi mirada se desvía hasta el sofá en el que me había quedado dormido. Sé lo que voy a encontrar.
El cuchillo de cocina está en el suelo. Las imágenes inundan mi mente. Miro mis manos sin querer creer que sea cierto.
¿Qué he hecho y por qué?
No encuentro un motivo. No sé qué ha ocurrido. Pero mis amigos están muertos y su sangre tiñe mis manos.
Abro los ojos. Estoy empapado en sudor. Respiro aliviado. Solo ha sido una pesadilla.
El frío me ha sacado de ella. La chimenea está apagada.
Como en un déjà vu, me levanto para reavivar los rescoldos que emiten un frágil brillo rojizo.
Al coger el atizador observo que mi mano está manchada…