Un exquisito olor a brasa, encendió el resto de mis sentidos, como si fuese pasto en llamas. Poco a poco, fui despertando de mi estado somnoliento. No podía gritar, no podía ver, ni tampoco mis brazos llegaban hasta la cara; parecía que los tenía anestesiados. Aun boca arriba, notaba el roce de personas alrededor de mí. ¿pero dónde estaba? ¿Demasiado ruido para ser un hospital? Demasiado olor a comida en vez de lejía.
Todo aquello era desconocido para mí, aquel jaleo de platos, carcajadas y cubiertos, me tenían descolocado, estremecido; preso de una pesadilla muy real.
De repente, entre el crepitar de las ascuas de quien parecía estar al mando de una barbacoa y los latidos de mi corazón agitado, oí una voz conocida. Y elevé la voz preguntando dónde estaba, pero mis labios estaban sellados, cosidos, pues no pude más que gemir.
—¡Joven! —escuché a un hombre al que intenté
responder sin éxito—. ¿Puedo hablar con el dueño?
—Por supuesto —respondio un chico cuya voz me resultó muy familiar.
En un grito ahogado pude pronunciar su nombre: Raúl. Era mi entrenador personal, ¿pero que hacía allí?
Lo último que recordaba era, que estaba haciendo flexiones en el Parque del Retiro junto a él. Supongo que he sufrido un accidente cardiovascular durante el entrenamiento.
—Digame, Vannidof.
—Quería agradecerle la calidad de esta carne que nos ha servido para la Cena de Navidad.
—En Lamucca Company, siempre buscamos satisfacer a los paladares más sibaritas —dijo el chef.
—¿Preparamelo? Me lo llevo entero. Pero, trocéamelo para que quepa en la nevera.
De pronto, noté como una mano me acariciaba el rostro, desatando la venda que me cegaba. La luz me arrojo una sombra tenebrosa; estaba en una mesa de madera con ruedas, junto a una parrilla en un restaurante lleno de personas. Bajo mi cuerpo desnudo había un lecho de hojas de lechuga con tomates Cherry. A mi lado, Raúl, daba vueltas a unos pedazos de carne largos que acababan en cinco dedos... ¡Eran unas brazos humanos! Sumido en el terror, intenté apoyarme sobre los codos para reincorporarme, pero no los sentía. Bizqueé mis extremidades, de las cuales solo quedaban dos muñones a la altura de los hombros ¡Me estaban comiendo vivo!
—¿Cual es el secreto? —dijo el hombre de acento extranjero—. Es la mejor carne humana que he probado jamás.
—Dele las gracias a Raúl, él elige las presas, las entrena duro para que la carne este magra y cuando esta en un estado óptimo para el consumo, las trae al restaurante.
—Ya estoy preparando a una chica para el año que viene... —motivó Raúl al hombre enchaquetado cuyos ojos se engrosaron.
—¡Maldito! —mascullé, mientras mi personal trainning, empujaba la mesa con ruedas hacia la cocina, dispuesto a descuartizarme.
FIN