En las últimas semanas hemos tenido que llevar a mi hermano pequeño varias veces al hospital. El pobre no duerme casi nada, vomita todo lo que come y tiene la tensión demasiado alta. Allí le clavan agujas por todas partes, le meten en un túnel oscuro para hacerle pruebas y le obligan a tomar muchas medicinas. Por la noche en nuestra habitación, le oigo temblar y castañetear los dientes cuando me acerco para ver cómo está. Los médicos aún no saben lo que le pasa a Bobby. Por eso mis padres andan siempre pendientes de él. Pero, desde hace unos días, han cambiado. Ahora noto que me vigilan a mí. Hablan en susurros a mis espaldas y se callan en cuanto entro en la habitación. Ninguno de los dos logra mirarme a los ojos y evitan tocarme como lo hacían antes. La tez de Mamá se ha vuelto muy gris y camina como si se fuera a desmayar en cualquier momento. Mientras, en los ojos de Papá puedo ver una angustia nueva y brutal. Sospecho que Bobby se ha ido de la lengua.
Yo de mayor quiero ser cirujano. Me divierte ver la sangre brotar y ser capaz de manipularla. Me gusta mucho pringarme las manos con su caliente color rojo. Hasta ahora no había tenido testigos de mis experimentos. Nadie supo nunca que yo había hecho desaparecer el perro de nuestro vecino Tom después de registrar la presión necesaria para que muriera estrangulado. Nadie me vio degollar al gato de mis tíos para formar con su sangre los dibujos ondulados que tanto me fascinan. Para Rocky tenía preparado algo especial. Pensaba desangrarlo y cortarlo en pedacitos para luego rearmarlo como si fuera uno de esos puzles de grandes piezas que tanto nos gusta montar en casa. Pero no pude completar mi plan por la interrupción de mi hermano. Se puso a llorar como un descosido cuando me sorprendió despellejando a su cachorro. Temí que alguien más me descubriera, así que lo limpié todo enseguida. Mientras, él continuó hipando y sorbiendo mocos. Le sugerí, con toda la paciencia que pude, que no dijera ni una palabra a nuestros padres si no quería acabar igual que Rocky. En ese momento pude ver como el color rosa de su piel se tornó en un blanco oscuro y su cara se deformó con una mueca de pavor que aún conserva.
Después de eso tuvo que ayudarme a enterrar los pedazos de su perrito y a fingir que había desaparecido. Incluso me acompañó a cubrir el barrio con carteles anunciando la desaparición de Rocky y una recompensa para quien lo devolviera sano y salvo. En esos días fue cuando empezó a tartamudear, el bueno de Bobby. Mis padres pensaron al principio que sus síntomas se debían al disgusto por la desaparición de su cachorro, pero luego se desesperaron creyendo que padecía una enfermedad cerebral grave.
-¿Te has chivado, Bobby?- le pregunté en cuanto regresó del hospital.