Despertó temprano esa mañana, admirando con sus ojos todavía entrecerrados, los vívidos rayos de luz que penetraban por la cortina apolillada. Pero lo que profundamente le sorprendió fue descubrirla ya despierta, sentada a un lado de la cama, mirando en dirección a la ventana aún cubierta por la cortina, ignorándolo.
-Buenos días- alcanzó a decir.
Ninguna respuesta.-Cosas de ella-pensó. Reparando en el reloj de la cómoda, cayó en cuenta de que le quedaba poco tiempo para alistarse y salir. Saltó de la cama, en dirección al baño. Después de la ducha, se acercó al lavamanos. Buscando en el gabinete del baño, solamente halló su afeitadora, más ni una de las cuchillas. Ya con camisa y terno puestos, se preparó un café. Pasando a uno de los dos dormitorios de la casa, se percató que Camilo seguía durmiendo. Antes de irse lanzó una mirada dentro de su cuarto.
-Ya me voy Inés.
Ella seguía en la misma posición, sin responderle ni mirarle. Sin tiempo en ese momento para averiguar lo que le pasaba a ella, e imitando el sonido de un beso, se despidió, bajó las escaleras y salió de su casa. Llegando a su trabajo, despachó pendientes sin contratiempos, nada extraordinario. Y así llegaron las seis de la tarde.
Cuando salió de la oficina, el ocaso se extinguía a la distancia. Tomó un bus, pero a escasos kilómetros éste paró, debido a una manifestación de trabajadores. Salió de éste, y la noche le dio la bienvenida. La noche, que avanzaba incólume, lo abrazó, arrancándole sus huesos y entregándoselos al frío. De reojo pudo atisbar la violencia que solapadamente ocultaba la noche, de tantas alimañas que se escondían en su manto para escapar a las luces del ocaso. El inicio de una lluvia torrencial, lo sorprendió cuando ya había recorrido cierta distancia.
Al doblar la última esquina, entró al callejón equivocado, para escapar parcialmente de la tormenta. Algo se incrustó en su espalda, y dando media vuelta reparó en la casa maldita que sabía se encontraba en ese callejón y reparó en los ojos de una anciana, que lo miraba desde una ventana, con una mirada sin miedo, sin sangre. Continúo por el callejón hasta que advirtió un sonido detrás suyo, no era la lluvia, ni los rayos que acuchillaban la noche; pues con su ya desolada mirada, vio a la anciana gesticular con sus labios algo que el imaginó inenarrable, y desaparecer entre cortinas apolilladas.
Llegando a casa, cerró la puerta a la tormenta y a tantas imágenes espeluznantes.
Subió las escaleras, y la encontró en el tocador de su cuarto, atravesándose el paladar con una cuchilla de afeitar. Del cuarto de Camilo llegaba el rumor de unas uñas arañando un pizarrón sin fin, y un coagulo de sangre yacía al lado del marco de la puerta. Afuera, un atormentado cuervo silenció a toda la tempestad con sus gritos. Y él dejó escapar unas lágrimas que pedían al borde de la locura, morir entre la negrura de la gélida borrasca.