Como cada sábado, se levanta con inquietud.
En las mesillas que custodian su cama, se amontonan relojes de pulsera que algunos hacen de despertador. Ya en la baño, se lava primero los pies y termina en la cabeza. Utiliza una toalla para cada parte del cuerpo. La sastra, como así le llaman los clientes, madruga temprano para hallar fuera las mejores pieles de la comarca.
Vive sola en una casa que heredó de su abuelo paterno, de quien también heredó la profesión por la que la familia Cano es muy conocida. Trabaja todo el día de pie en el taller y no por ello merma su porte erecto. Su cincelado cuerpo no puede mostrar imperfección alguna, como su objetivo diario: tejer y dar vida a partes sueltas que no la tienen por sí solas. Antes de salir a la calle mira por la mirilla de la puerta para asegurarse de que nadie sale a su encuentro. Sea verano o invierno lleva siempre guantes, para evitar el contacto con algún vecino que quiera saludarla. Nadie se le ocurriría darle un beso de cortesía en la mejilla.
De vuelta a casa con el género de su gusto, cierra tras de sí todos y cada uno de los siete cerrojos que aquella puerta tiene. Antes de ponerse a trabajar coge la manguera del patio y rocía con delicadeza las pieles, dejándolas tendidas en unos grilletes de acero que penden del techo. Se llena de aire y respira en profundidad. Tras despojarse de la ropa, salvo los guantes y los zapatos de tacón, se sienta en una silla para contemplar como resbala el agua por aquellas pieles. Debe comenzar cuanto antes. La nevera y las tijeras están preparadas: el hambre azota. No quiere acostarse muy tarde porque mañana debe acudir a misa.
En el suelo un charco comienza a tomar aspecto viscoso.