Clara no conocía otra cosa que el orfanato. Había crecido allí, con las monjas y, para agradecer su consideración, decidió que trabajaría ahí el resto de su vida, cuidando con amor a los huérfanos.
En general, eran buenos chicos. Muchos eran tímidos o ariscos cuando llegaban por primera vez, pero al cabo de unos meses encontraban en los otros niños la familia que habían perdido.
Clara tenía fama de ser la favorita. Los pequeños la adoraban y elogiaban su comprensión y ternura. Siempre hacía la vista gorda cuando los niños hacían lo que las monjas les habían prohibido o incluso les ayudaba.
Pero todo cambió cuando conoció a Ángela.
La pequeña Ángela llegó una tormentosa noche de verano. Tenía once años; aparentaba solo ocho. Su pelo tenía un aspecto desaliñado, sus ropas eran harapos deshilachados y la frágil niña caminaba siempre cabizbaja.
—Creo que Ángela nos va a llevar un esfuerzo adicional —le susurró la hermana Sol—. Al parecer sus padres murieron degollados delante de sus ojos y lleva sin hablar un par de años, según los psicólogos es por el shock.
Clara asintió, triste, y miró a los ojos de la niña, aquellos que debían de haber visto tanta atrocidad y dolor. Le había dicho la monja que tenían el color más extraordinario que jamás había presenciado, un azul celestial.
Sin embargo, cuando su mirada se posó sobre la de Ángela, se estremeció. Las pupilas de la niña, negras como la oscuridad, ocupaban la totalidad de sus ojos. Acto seguido, la huérfana esbozó una sonrisa tétrica, diabólica, casi lateral.
—Clara, cariño, ¿puedes llevarla a su habitación? Iré en un minuto.
Clara tragó saliva, convencida de que eran alucinaciones suyas. Pero durante el trayecto hasta los aposentos de la niña, no pudo relajar los violentos latidos de su corazón. Ángela había cogido su mano y no podía evitar pensar en que tenía los dedos fríos como témpanos.
—Te mataré esta noche, sucia bastarda —oyó de pronto.
“Esto no puede estar pasando”, dijo Clara para sus adentros. La niña la estaba mirando de la manera más siniestra y… ¿era un cuchillo lo que agarraba en su bolsillo? No pudo evitarlo. Ahogó un grito y salió corriendo.
Se pasó el resto de la tarde encerrada en su cuarto, pensando en cómo ningún dormitorio tenía cerrojos. Pero no podía decírselo a nadie, nunca la creerían. Esa niña era la encarnación del diablo.
Aquella noche, cada vez que cerraba los ojos veía la imagen de Ángela, sonriendo con los ojos inyectados en sangre, acercando el cuchillo a ella. Pegó un salto, desesperada. No iba a dejar que aquella endemoniada acabara con su vida.
Con el mayor sigilo, cogió el puñal que conservaba por seguridad y lo llevó a la habitación de Ángela. La niña abrió los ojos, vio el arma y sonrió. Mantuvo aquella pérfida sonrisa mientras Clara la apuñalaba diez veces.
Se hablaría durante años de aquella cuidadora esquizofrénica que asesinó a la desventurada huerfanita, por no tomarse sus pastillas ese día.