Nunca había rezado, al menos no en el sentido estricto de la palabra. Lo que ella hacía era implorar, cada noche antes de dormirse. Cuando llegaba la hora de apagar la luz y cerrar los ojos bajo las mantas, tocaba con las puntas de sus dedos el atrapasueños que colgaba sobre su cama y en silencio suplicaba para que ella viniera a protegerla.
Esa noche no funcionó y despertó de madrugada, envuelta en la oscuridad. Intentó moverse y el pánico la invadió. Solo podía mover los ojos, el resto de su cuerpo no respondía, como si sus músculos estuviesen aún dormidos, pero su cerebro despierto. La parálisis la bloqueaba y la angustia atenazaba su garganta.
Estaba de medio lado, observando la puerta cerrada, tal como la había dejado al acostarse. Los latidos de su corazón retumbaban en sus oídos, pero aun así fue capaz de oírlos. Estaban cerca, alborotados, moviéndose rápido. En realidad, nunca los había visto, solo las ilustraciones un tanto toscas de un libro de la biblioteca. Sabía que eran ruidosos y ansiosos, pequeños espíritus del sueño, del tamaño de un niño, aterradores y poderosos a partes iguales.
De reojo, observó el espejo de la pared colgado junto a la puerta. Seguía cubierto por el papel marrón que había colocado allí hacía unos meses, para evitar que entrasen a través de él, usándolo de puerta entre los dos mundos. El alboroto provenía justo de ahí, del espejo. Los oía susurrar en tono nervioso, oía sus correteos y movimientos bruscos. Estaban buscando la forma de entrar, de llegar hasta ella. Instintivamente, cerró los ojos e imploró, dirigiendo su plegaria hacia el atrapasueños que no podía ver desde su posición. Suplicó a la mujer araña que viniera, que tejiera su tela de araña sobre su cama y la protegiera. Con los ojos aún cerrados, percibió un susurro sordo, un rasgueo suave. Al abrirlos, vio que la esquina superior izquierda del papel se había despegado y aleteaba en el aire. Las voces le llegaron más altas, como si se colaran por esa pequeña esquina. Cerró los ojos de nuevo y suplicó con más fuerza:
—¿Dónde estás?
La pregunta se escapó entre sus labios en voz alta, tapando por medio segundo los arañazos y los golpeteos nerviosos del otro lado del espejo. Oyó el crujir del papel, la cinta adhesiva despegándose y supo que en cualquier momento entrarían. Ordenó a su cuerpo moverse, a su mente que pensara, que buscase una solución. Era inútil.
El crujir del papel deslizándose hasta el suelo inundó sus sentidos y contuvo la respiración envuelta en el silencio de su cuarto. Un silencio sordo, roto por el tic tac del reloj de su mesilla. Comenzó a abrir los ojos y, antes de terminar de hacerlo, ya supo que era un error. Su figura tumbada de medio lado se reflejaba en el espejo descubierto. Los susurros y los correteos comenzaron de nuevo y solo se le ocurrió volver a cerrar los ojos.
Habían entrado.