Palindromanía
El doctor Manzano abrió lentamente la puerta de la habitación número 36. Los cinco médicos
practicantes que lo seguían de cerca trataban de no perderle el paso al jefe del servicio de
psiquiatría. En el interior del cuarto se hallaba un sujeto de unos treinta años, demacrado y con la
mirada perdida. Yacía en su cama, maniatado torpemente con una cuerda plástica. Solo una tenue
luz de mesa iluminaba su rostro estertóreo.
El médico miró al enfermo con recelo. Lo conocía muy bien... y lo despreciaba. Aquel infeliz
presentaba un cuadro psiquiátrico que él había sido incapaz de diagnosticar, por lo peculiar de sus
síntomas. Y eso lo mortificaba. Pero hoy no quedaría como un imbécil frente a los practicantes; por
el contrario, durante todo el día había estado rumiando un nombre inventado para bautizar —fuera
de todo tratado de psiquiatría— aquel desorden mental tan extraño.
—¿Cómo se encuentra hoy, señor Agos? —preguntó con fingida amabilidad.
El hombre en la cama levantó la cabeza para mirar al médico. Sus ojos, amarillentos, parecían los de
un muerto viviente. Instintivamente, el médico y los cinco practicantes retrocedieron.
—Soga ata Agos —respondió el cadáver.
El jefe de servicio se volvió hacia los miembros de su séquito, que observaban la escena con
atención. Aquel era el momento para mostrarse como el descubridor de una nueva patología:
—¿Lo veis? ¡Tal como os había anticipado! He aquí un claro caso de palindromanía. Este pobre
hombre solo habla utilizando palíndromos creados por él. ¡Observad! —y dirigiéndose al aludido le
preguntó, en un tono mordaz—: ¿Y qué cenará esta noche, mi estimado amigo?
Agos lo miró, y aunque era claro que su mente estaba profundamente perturbada, parecía tener
clara conciencia de que el otro se estaba mofando de él.
—Ojalá oso al ajo —murmuró.
La risa del médico resonó, burlona:
—¡Mi querido Agos... es usted muy ocurrente! Pero está muy enfermo. Por suerte, aquí estoy yo para
curarlo.
El paciente observó al psiquiatra —cuya talla grande era su conocido complejo— y sentenció:
—A gordo... droga.
De inmediato, la sonrisa se evaporó del rostro del doctor, que giró para observar a los practicantes.
Sin decir nada, los cinco novatos se esforzaban para contener su sonrisa. Entonces, la carcajada de
Agos estalló, como un chillido desquiciado. Aquella reacción terminó de enfurecer al galeno que,
fuera de sí, aferró por los hombros al enfermo, mientras le gritaba:
—¡No le permito! ¡Usted no...!
El mordisco en el dedo fue velocísimo. En un segundo, el palindrómano había arrancado dos falanges
del índice del médico y sostenía su trofeo con los dientes, mientras continuaba riéndose y
escupiendo sangre. Entre los gritos del psiquiatra y el revuelo de los practicantes, se escuchó a Agos
escupir el dedo y murmurar, en tono confortante:
—Ay... ay... ya... ya...