Volví en mí como quien permanece demasiado tiempo bajo el agua: abriendo la boca en extremo y tomando gran cantidad de aire. A mi alrededor todo era silencio y una oscuridad absoluta. Casi no podía moverme; ni siquiera podía levantar la cabeza sin que enseguida chocase con algo. Encerrado en un exiguo espacio no podía girar sobre mí mismo. Palpando con las manos, para averiguar dónde estaba, percibí un material acolchado frío y suave que “silbaba” cuando lo rozaba y por debajo de aquel, se adivinaba otro de gran resistencia. Grité y pedí auxilio sin ser consciente de que lo único que conseguía, era malgastar el poco aire del que disponía. Mis gritos acabaron entremezclándose con un llanto angustioso y entrecortado, no pudiendo decir dónde empezaban los unos y donde terminaba el otro. Respiraba de forma agitada; había empezado a hiperventilar y percibía el ritmo acelerado de mi corazón en la sien derecha. Súbitamente, en mi cerebro, surgió de forma palmaria y espeluznante la imagen de mí mismo encerrado en un ataúd. Invadido por un terror indescriptible me decía. ”No, así no. No quiero morir así”. Mis esfínteres se aflojaron y sentí la calidez de la orina y las heces sobre mi cuerpo. El poco aire que me quedaba se hizo más denso si cabe y comencé a tener arcadas; temía vomitar y que mi propio vómito encharcase mis pulmones. Iba a morir encerrado vivo y cubierto de mierda.
Repentinamente una débil luz de esperanza titilaba ante mí; pues es costumbre en mi familia, cuando se produce algún fallecimiento, disponer los féretros sobre un catafalco que hay en el panteón familiar durante años para que la naturaleza haga su trabajo. Y cuando ya no quedan más que huesos amarillentos y madera podrida, el sepulturero, en una tétrica ceremonia, tritura y mete todo en una pequeña urna del tamaño de un cofre. La idea era intentar desplazar el féretro hasta el borde del catafalco de forma que se precipitase al suelo. Comencé a golpear uno de los lados de la caja con mi hombro y cuando lo daba todo por perdido, la caja acabó estrellándose contra el suelo haciéndose pedazos, uno de los cuales se clavó profundamente en mi muslo, aunque, aturdió, no me di cuenta hasta más tarde.
Me levanté tratando de no cargar el peso en la pierna herida. Desplazándome inseguro por este espacio lóbrego y solitario con los brazos por delante, tropecé con algo cayendo de bruces. Me golpeé brutalmente en la cara, rompiéndome la nariz y algunos dientes y sentí cómo la astilla que llevaba clavada, se hundía a un más en mi carne. Escupí una mezcla de saliva, sangre y pedazos de algún diente. Finalmente conseguí orientarme y llegué a la puerta del panteón, sólidamente cerrada. Me hice con un candil y unas cerillas, que previsoramente estaban siempre sobre una mesa junto a la puerta. Luego di con material que debió de dejar allí algún obrero, como el cuaderno y el lapicero con que estoy escribien…