Hace diez años, siendo tan solo una jovencita de veintitrés, volvía a casa tras realizar unas compras navideñas. Sin previo aviso, me crucé con un anciano vestido con camisón de hospital. Raquítico, circulaba descalzo sobre la acera, muy despacio, mientras intentaba abrocharse su hendido camisón. Miraba hacia todas partes, desorientado, y con el rostro y la expresión abatidos. Soslayé su mirada a toda costa. Me pareció algo realmente insólito, y más aún, el hecho de que nadie parecía reparar en esa singular persona. Seguí mi camino, dubitativa, y a los pocos pasos observé de lejos el hospital. Imaginé que habría escapado de allí, probablemente por demencia, y me invadió un profundo sentimiento de tristeza y de soledad.
Los años transcurrieron sin incidencias, hasta que falleció mi prima Magdalena. Con mi misma edad le atacó un repentino cáncer de ovario. Murió dieciocho días después de recibir su diagnóstico, fue terrible y desalentador; y, aunque nunca tuve una relación demasiado estrecha con ella, en su funeral sentí una inmensa aflicción, la cual hilé inmediatamente con la particular desazón que me produjo aquel remoto y misterioso anciano.
La misma noche del entierro, mientras dormía bocarriba, me despertó la sensación de que alguien se sentaba, con cautela, a los pies de mi cama. Abrí los ojos e, inmediatamente y con escepticismo, levanté mi cabeza para ver qué sucedía. Magdalena estaba ahí, sentada, observándome con la misma ropa con la que la enterramos, y con idéntica apariencia, salvo porque sus ojos eran blancos. Mi corazón se aceleró sobremanera y, a su vez, me quedé helada. Puedo jurar que nadie está preparado para encontrarse con algo así en vida, nadie. No pude mover un ápice de mi petrificado cuerpo, ni razonar, ni tapiar mis ojos, que, compungidos y lacrimosos, deseaban negar la terrorífica visión que estaban contemplando. Permanecí de esa forma interminables segundos, hasta que, armada de un valor sobrenatural, le pregunté con una voz que no era mía, qué hacía ahí, qué quería.
«Lilith. No hay nada».
Me contestó ella con voz de ultratumba. Entre pavor y fríos sudores, cuestioné su argumento, deseando discernir su real significado.
«Nos han abandonado».
Repitió. Desde entonces, su sombra me acompaña, recitándome sin cesar esas palabras al oído, a cada paso que doy en esta vida, que ahora entiendo vana, sin causa; y los cientos de espectros que acompañan a Magdalena, multiplicados cada día, me dejan sorda, ciega, ojienjuta, terriblemente celosa de todos aquellos que no pueden verlos.
Cada día es más lejano el susurro de los aún vivos, y esa falsa voz de Dios que alguna vez nos ofreció esperanza. No soporto saber a dónde voy, que no hay Edén que alcanzar, ni fuego en el que arder, ni siquiera la dulce nada, solo un jardín bañado en las tinieblas de una olvidadiza y caprichosa espera, hueca, vacua, sin grieta por donde escapar; un recuerdo recurrente, que no vive y que tampoco muere; solo la insípida brisa, solo el frío eterno de la noche sin sueño.