–¿Sabes algo?
–Nada nuevo. Sigue con antipsicóticos. Y con las visiones.
–Pero ¿la viste?
–Desde la puerta. No me dejaban. –titubeó–, no pude.
–Ya, pero…/
–¿Ya, pero? ¡Joder! No, no la vi. ¿Qué coño quieres que te diga? ¡Que no duerme! Que está atiborrada de haloperidol y no sé que otra mierda olanzanosequé ¡y nada funciona! ¡Tiene moratones de intentar soltarse! –Rompió a llorar.
–Vale, vale… No era por eso mujer. Me preocupa también. Lo siento.
–¡Era yo quien vivía con ella! ¡Y estaba con ella también cuando ocurrió!. Una tía genial, tirada ahí, como una loca –el llanto empezó a ahogarla. Sole intentó abrazarla pero los sollozos le entrecortaban la respiración.
–No puedo, no puedo. De verdad, no puedo. –Apenas le entendía.
–Elena, cuéntamelo si quieres, pero tranquilízate. Hace un mes ya, tienes que sacarlo. ¿Quieres que vayamos mañana juntas a verla? ¿te parece? –esbozó una sonrisa.
Ni se inmutó. Se acurrucó más aún dentro del sofá, y empezó a balbucear, con la voz rota, casi imperceptible.
–Yo estaba a su lado, en Lamucca de Prado, abajo. Antes tomáramos unas cañas arriba y Marisa empezó a bromear con que se le movía la silla. Era una de esas sillas de madera, de café antiguo. Yo noté también un temblor, pero creí que sería algún camión, no sé. Después nos sentamos juntas para cenar, en el chester negro. Nos caía un chorro de aire frío terrible por la espalda pero nadie más lo notaba, que el aire no estaba puesto allí; “frígidas”, bromearon. Marisa se puso histérica cuando alguno le agarró el tobillo; sintió una mano helada, desnuda, una mano huesuda. Y se rieron otra vez, pero no tenía ni puta gracia. Yo también noté que me movían la mochila desde abajo. Rober y Juan nos cambiaron de sitio por la coña y quedamos de espaldas al pasillo. Luego, ocurrió. Ella veía pasar al camarero delgaducho ese de la mancha en la mejilla, continuamente.
–Al que nadie conocía– interrumpió Sole.
–Lo veía al pasar, reflejado en la ventana, llevando copas de aquí para allá. Delgaducho, con paso largo, solemne, casi militar. Se rió, y él se dio cuenta. De golpe se levantó aterrorizada, se miraba las manos con horror, las llevaba a su garganta y no podía ni gritar, se asfixiaba. Vió en el reflejo como ese tipo la degollaba lentamente desde atrás, con sus ojos grises clavados en ella, tirando de su cabeza hacia atrás por el pelo mientras hacía una mueca de satisfacción y le hundía una enorme navaja de lado a lado. Luego enmudeció. Se desmayó.
–Seguro que dan con algo. Ojalá no sea un tumor. Rober dice que hay muchas enfermedades que causan alucinaciones. Una disfunción renal incluso.
–¡Sole, coño! Que yo también lo vi. Lo vi reflejado. Vi cómo se teñía todo con la sangre de Marisa, la mesa, los platos, el suelo, y ella y yo completamente empapadas en la sangre que brotaba a borbotones. Ese hijo de puta me miró y me sonrió.