Estrecha era la palabra que resumía muchos de sus días. La habían llamado estrecha varias veces tras dejar sus huellas implantadas en algunos homo ebrios. Estrecha era la callejuela que la conducía a su estrecha casa y estrecha era la separación entre cada elemento de su escaso mobiliario. Nunca le había molestado que este adjetivo estuviese tan presente en su vida. Es más, podría decirse que le ponía definirse como estrecha y que le gustaba la personalidad que adquiría su estrecha morada. Pero hubo un día en que sí le importó, en qué, por una estrecha grieta que se había abierto en una estrecha pared, pudo vislumbrar una mirada de terror que pedía auxilio.
Asustada, intentó esconderse mientras removía el bolso en busca de ayuda. De repente, un golpe seco. Dos. Tres. Cuatro. Era la puerta abriéndose, era un objeto golpeando a alguien, era un cuerpo inerte cayendo al suelo y era un hombre ensangrentado marcando un paso firme. Arrancó a correr escaleras abajo y atravesó la puerta dándose con la calle en las narices. Corrió hasta no sabe dónde, corrió hasta que se tropezó con un coche de policía. No podía articular palabra, solo señalar. Señaló la casa, la escalera, al hombre, sin percatarse de que, para esos agentes, estaba señalando a la nada. Subió al coche y les guió hacia su casa. Los policías determinaron que en ese domicilio tan solo habitaba el silencio. “Locuras de borrachera”. Lo llamaron así. Había bebido, sí, pero no como para sufrir un efecto alucinógeno. Esa noche se quedó vigilando. La noche se volvió mañana y notó que sus ojos no aguantarían si permanecía sentada. Se levantó, cruzó la puerta y pasó al lado de una pared en la que no había grieta alguna. Anduvo veinte minutos por distintas callejuelas hasta llegar a una calle de nombre igual, de aspecto igual y con una casa igual a la suya. Recordó entonces que la noche anterior había cogido un taxi ¿Y si, en vez de llegar a su apartamento, había llegado allí? Subió las escaleras y alcanzó la primera planta. Allí no había cuerpo. No había hombre. Pero sí había grieta. Se acercó contrariada, pero se acercó a mirar. Distinguió a un hombre, sonriendo y bailando junto a marionetas, junto a restos de lo que un día fueron vidas, apedazados como simples pedazos de tela.
Decidió alejarse sigilosamente y llamar a la policía. Éstos insistieron en que les revelara su nombre y, antes de colgar, le informaron de que no les volviese a molestar con sus locuras de borrachera. Al día siguiente se dispuso a marcharse de la ciudad. Se mudó y lo primero que hizo al llegar a su nuevo hogar fue inspeccionar las avenidas adyacentes a su calle y, en una de éstas, se topó con un espacioso salón de grandes vidrieras. Desde el otro lado de la ventana vio cómo se aproximaba un hombre con un títere de varilla en la mano. El hombre le sonrió.