En el barrio se encontraba de todo. Un pequeño cine, cada semana un estreno. Le gustaban las películas de amor. Había un supermercado y tiendas pequeñas: el clásico ultramarinos, una librería, tres boutique con ropa preciosa, de marca y a buen precio. Tenía mucho cariño a la dueña de la Farmacia, Elena. En ocasiones desayunaban juntas y le regalaba muestras de crema y maquillaje. Sentía predilección por la tienda de lencería, compraba muchas cosas en ella, aunque no entendía el motivo, hacía tiempo que nadie la veía desnuda.
La mejor zona era la calle donde estaba situado su edificio. Una peluquería con cabina de estética. El videoclub. Gracias al cine conocía el mar, las montañas... También estaba la cafetería donde trabajaba.
Nunca había celebrado cumpleaños. En el recuerdo sus vecinos y amigos tenían el mismo aspecto. Jamás se planteó salir del barrio.
Odiaba el turno de las noches, no era difícil servir copas, pero todos acababan borrachos. Parejas que se ponían a discutir. Ese chico agradable de las mañanas transformaba sus halagos en miradas lascivas y frases poco prudentes sobre su aspecto.
Añoraba el amor. Imaginaba a Sergio en países lejanos, con mujeres más listas y hermosas que ella.
- Natalia, eso son cuentos, más allá del barrio no hay nada. ¿Por qué entonces los que se marchan nunca regresan?
Sabía que Elena tenía razón. Las personas del cine aveces tenían un aspecto raro. Narices grandes o cuerpos extraños, con barrigas prominentes. No era real.
Tarde o temprano todo el mundo pasaba por la cafetería. Iban cuando tenían sed o hambre. Pero también cuando estaban muertos de cansancio. Contentos, para celebrar. Tristes, a quedarse callados. Le gustaba su trabajo, la gente, sus vecinos. Oír problemas, sentir las emociones, hacía que no se planteara preguntas.
Y de repente llegó el miedo. Asco y angustia. Salvo en las películas nadie del barrio había visto un anciano. Entró cuando estaba trabajando. Oía los gritos, veía a la gente apartarse. Un cuerpo deforme, con manos temblorosas. Piel seca y arrugada.
El hombre gritó su nombre, lo gritó varías veces. Sus ojos estaban hinchados, piel colgante alrededor, pero aún tenían algo de vida. Le reconoció, primero en su voz. Luego en el respeto y deseo con que la miraba Sergio.
Recordó aquel tiempo de luz. El hormigueo con el que vibraba su cuerpo. Aquellos besos suaves, de agradable ternura.
La cafetería se llenó de seres sin cara. Tenían cabeza, pelo, pero rostros sin rasgos. Daban miedo. Iban elegantemente vestidos, con corbata y traje. Se acercaban a las personas, que caían inconscientes al suelo. Pudo llegar a Sergio, tocar su cuerpo viejo. La piel fina, plegada al cansancio. Un tacto tan distinto al novio que recordaba.
El desconcierto dio paso a la tristeza, al intuir la verdad. Después, el sueño.