De alguna parte, llega el apagado llanto de un niño y Hans sabe que por fin ha sido padre. Y por un segundo su corazón deja de latir. “Así que es esto lo que se siente”, piensa, “un miedo como jamás había conocido”. Con dedos temblorosos, empuja la puerta del dormitorio que se abre con un bostezo de bisagras. Vislumbra el cuerpo de Magda, su esposa, tumbado en la cama. Un torso sin brazos ni piernas, la piel pálida como un sueño parece atrapar la luz, una capa de sudor amarillo cubre su rostro, de natural rubicundo, dándole el aspecto de una máscara fallida. En un rincón, la comadrona envuelve el cuerpo del bebe en una manta azul. Sus manos, escamosas como las de un lagarto, se mueven con cuidado para no herir al recién nacido con sus uñas afiladas como navajas. Ha hecho esto tantas veces, que ya ha perdido la cuenta. “Algo no va bien”, piensa Hans cuando la comadrona no lo mira a los ojos.
—Es una niña —le dice mientras deja a la pequeña en sus brazos. Y a continuación murmura lo que ningún padre desea escuchar—: Es normal. Lo siento mucho.
Hans sale del carromato que ha sido siempre su hogar. Es una noche despejada, los rayos de plata de la luna iluminan el rostro perfecto de su hija. Un bracito se escapa entre los pliegues de la manta. Unos dedos acarician tímidos la mejilla sin afeitar de Hans dejando una pequeña mancha de sangre en su piel. En el exterior espera el resto del circo. Las hermanas siamesas Anna y Carol, López el hombre reptil, el gigante Blacksmith con su pequeño hermano Thomas crecido en su hombro como un extraño tumor, Eva la mujer barbuda y Adán, el hombre con perfectos pechos de mujer. Las palabras se atascan en la garganta de Hans como si unos dedos grasientos las empujaran hacia su estomago, solo puede negar con un gesto de su cabeza y esquiva las miradas de lástima que le dirigen sus compañeros. Se aleja anadeando con sus piernas cortas mientras el peso de su descomunal cabeza le hace perder el equilibrio con cada paso que da.
Entra sin llamar al vagón de dirección. El Director está sentado en su butaca repasando el libro de contabilidad con una lápiz en una mano y una pipa humeante en la otra. Su ceño fruncido permite que dos cejas de espeso pelo negro se besen sobre la terrraza de unos ojos hundidos en unas profundas cavidades repletas de sombras.
—Es normal —musita Hans repitiendo las odiadas palabras.
El Director lo mira en silencio durante unos segundos. Después, posa una mano en el hombro de Hans y con delicadeza coge a la niña. Acariciando el suave cráneo del bebe, lo deja en la mesa, abre su maletín y trata de decidir si debe usar el martillo o la sierra. En todo caso, algo le dice que esta vez va a crear una verdadera obra maestra.