Llevaría unos quince minutos acostado cuando oyó los golpecitos contra el cristal de la ventana.
Eran las dos de la madrugada; la revisión de la novela le había mantenido despierto y los párpados le pesaban como losas. Su cabeza había recibido la almohada igual que dos amantes largamente separados. Aquel silencio nocturno gritaba con la misma intensidad que mil altavoces afónicos. No sería difícil conciliar el sueño; los ojos ya los tenía entregados.
Y entonces, aquel sonido.
Al principio, creyó que era alguien pegando levemente con los nudillos. Vivía en un bajo; podría ser. Pero, ¿quién en su sano juicio haría tal cosa a aquellas horas intempestivas?
Se incorporó con lentitud y trató de abrir los ojos. El corazón le trotó inquieto al advertir, por el borde que el estor no cubría, que había luz en el exterior. Una luz potente, semejante a las largas de un coche.
Pero detrás de su ventana solo había un jardín protegido por una valla. ¿Qué demonios era aquello?
Aun sabiendo que no debía hacerlo, se levantó y se situó muy cerca de la ventana, sin descubrir el estor todavía. Ignoraba si tendría el valor de hacerlo, pero la curiosidad latía fuerte en sus sienes, y le hacía desear suicidarse conociendo la identidad de aquello que se encontraba a tan solo un paso.
Sin saber por qué, pegó la oreja a la tela del estor. Se sorprendió al escuchar unos crujidos metálicos, semejantes a un aparato pesado que alguien arrastrase con torpeza. Cada vez se sentía más desconcertado.
Y fue en aquel preciso momento, cuando tenía todos los sentidos alerta y sus oídos luchaban por hacerse paso por encima del repiqueteo de su corazón en las sienes, que sonó el portero automático. Pegó un respingo, acompañado de un grito ahogado. Sin pensárselo, atravesó el pasillo a oscuras y levantó el telefonillo.
Le llegó un jadeo sofocado, falto de aire. Aquel sonido le heló la sangre en las venas, y se arrepintió de no haberle dedicado un segundo a la posibilidad de no contestar.
- Abre… - le pareció distinguir que decía aquella voz gutural.
Aterrado, el joven regresó a su cuarto atropelladamente, advirtiendo que la luz se encontraba todavía presente detrás de la ventana. Se metió en la cama y se cubrió con la manta, igual que había hecho en tantas ocasiones de niño. Se tapó los oídos con las manos, pero eso no impidió que llegaran hasta ellos los ahora indisimulados manotazos contra los cristales. Alguien demandaba entrar, y había perdido la paciencia.
Bajo las sábanas, el chico esbozó un grito. Nunca supo si llegó a salir de su boca.
Amaneció destapado, con la manta en el suelo y una pierna colgando. Lo primero que hizo fue levantar el estor. Luego se acordó de la noche anterior y se asomó por la ventana, con aprensión.
En el suelo había un charco de agua, único testimonio de lo que nunca sabría si había sido un sueño de escritor, o tal vez algo más…