Su madre murió la noche de difuntos. En silencio, durante la hora más fría, cuando los gemidos de la madera parecían haberse convertido en una nana hipnótica, lejana. No hacía mucho que las campanas de la iglesia habían repicado para anunciar las tres, tal vez las cuatro.
El niño se quedó mirando el rostro pálido e inerte de su madre. No, madre no. Aquella ya no era su madre. Faltaban los ojos vivaces, el pelo negro y lustroso, la sonrisa melancólica. Aquel cuerpo con el pelo lacio y pegado al cráneo, con manos frías que se aferraban como garras a la áspera sábana de hilo y ojos vacíos que miraban fijamente al techo, era el de una extraña.
Una mano le agarró el antebrazo. El niño dio un respingo y apartó la mirada, asustado.
—Ve a por tu tía—dijo su abuela. La luz del candil dibujaba surcos en su rostro arrugado—. Y luego vuelve a velar a tu madre.
Él asintió. De camino a la puerta le llegó el suave murmullo de la plegaria que alguien entonaba desde el rincón. En cuanto salió de la habitación y dejó la trémula luz tras la puerta, se apresuró en la penumbra hacia el portón de la casa, sin atreverse a mirar las velas que ardían en la mesa de la cocina. Para guiar a los muertos esta noche, le dijeron.
Encontró a su tía fuera, a merced del frío de la noche. Ella trató de limpiarse las lágrimas cuando le vio aparecer.
—La abuela dice que vayas.
Su tía se mordió el labio en un intento por mantener la tristeza a raya y le dio un abrazo. El niño notó las lágrimas cayéndole en la coronilla; no se apartó. Respondió torpemente al abrazo y luego la siguió de vuelta a la habitación. Ninguno se percató de que las velas de la cocina se habían apagado.
Se preguntó si la familia de su padre acudiría al entierro. Su madre nunca hablaba de ellos. Pero él sí había oído los rumores. Se llevaron a tu padre, fue lo único que le confió su madre. Se lo llevaron de mi lado. Por eso no está aquí. Porque no se puede huir de la sangre.
El cortejo fúnebre salió de la casa al despuntar el alba. Su madre, envuelta en una sábana blanca, iba en un carro tirado por burros. El camino hasta el cementerio era largo y la niebla, densa. Pero lo peor de todo era el frío, que mordisqueaba los huesos.
—No te separes de mí—dijo la abuela. El niño notó algo distinto en su voz. Pánico.
¿Qué pasará si me separo?, quiso preguntar. Pero ya empezaba a sospechar la respuesta.
Siguieron la marcha durante horas. Que al final se separara no fue culpa de nadie. Fue culpa de la niebla, de la luz que no era luz, de las ánimas que todavía rondaban en la penumbra crepuscular. Porque era imposible huir…
Y la sangre llamaba a la sangre.