Tres chicas jóvenes salieron del restaurante Lamucca riéndose a carcajadas. Hacía
mucho que no se veían y esa cena había sido el bálsamo que necesitaban.
Leonor se frotó la barriga.
-Madre mía, que bien he comido. Voy a reventar.
-Es que comes un montón. Yo no sé dónde lo metes, con lo delgada que estás.
-Envidiosa.
-Y además de verdad -reconoció Sofía, volviendo a reír con ganas.
-Como os he echado de menos -añadió Miriam, abrazando a las otras dos.- Tenemos
que hacer esto más a menudo.
-Siempre decimos lo mismo y luego nunca lo cumplimos. Ya nos vale. -Protestó Leonor.
-Bueno, ¿os apetece tomar algo?
Como de costumbre, Miriam era quién proponía los planes.
-Por mi bien -se apuntó Leonor.
-Yo lo siento, pero tengo que pasar. -Sofía puso una mueca cuando sus amigas
empezaron a protestar. - Mañana me levanto a las seis. Y ya no tengo dieciocho años
para acostarme a las tantas y y rendir por la mañana. No me juzguéis.
Miriam murmuró un “sosa” entre dientes, pero enseguida sonrió.
-De acuerdo, cielo. ¿Te acompañamos a casa?
-No, que va. Solo son cuatro calles. Pasadlo bien.
Antes de doblar la esquina le llegó la voz de Leonor.
-Mándame un Whatsapp cuando llegues.
-¡Vale!
En cuanto giró la esquina, la recibió un golpe de aire frío en la cara que la hizo
retroceder un paso. Con un escalofrío, Sofia se caló el gorro de lana hasta las cejas y se
levantó el cuello del abrigo para protegerse la garganta.
Al detenerse frente a un semáforo en rojo todos sus sentidos se pusieron alerta. Miró
alrededor para comprobar que no había nadie detrás de ella y tuvo la certeza de que
estaba sola. Demasiado sola. No se veía nadie en toda la calle. Y tuvo miedo. Cruzó el
paso de cebra casi corriendo, consciente de repente del ruido que hacían sus tacones
sobre la acera. Pero, a la vez, no parecía que los suyos fueran los únicos pasos que se
oían. En un gesto impulsivo, metió la mano en el bolso y agarró las llaves de casa con
fuerza, dejando sobresalir la parte dentada por los huecos que separaban sus nudillos,
dispuesta a usarlas como arma, si fuera necesario.
En cuanto la silueta de su casa fue visible, Sofía respiró aliviada.
Entonces una mano surgió de la oscuridad a sus espaldas y le tapó la boca.
Aterrorizada, Sofía intento gritar, pero fue inútil. Su atacante era mucho más fuerte que
ella y la arrastró con facilidad hasta la furgoneta que había aparcado junto al arcén a
pesar de que Sofía no dejaba de patalear.
En el forcejeo su teléfono móvil cayó del bolsillo y quedó olvidado en la acera mientras
la furgoneta arrancaba y se perdía en la noche.
Un momento después, el móvil vibró, anunciando la llegada de un mensaje de Leonor:
“Sofí, ¿has llegado ya?”
Pero ese mensaje nunca iba a recibir respuesta.