Se rumoraba que Ofelia y Alex hacía tiempo que querían abrir Lamucca en La Latina, pero no encontraban sitio. Un día una extraña oportunidad se presentó. Un local quedó disponible y a muy buen precio, pues el dueño aseguraba que estaba embrujado. Alex y Ofelia no creían en eso y aprovecharon el chollo.
Cogí trabajo como camarera. Al poco tiempo de abrir, una noche de julio, hubo un apagón por unos segundos. La gente no me cree cuando lo cuento, pero en ese momento sentí un frío hasta los huesos. Cuando la luz volvió, vi a una chica entrando al lugar. Después de buscar con la mirada, dijo.
– He quedado con mi novio, pero no le veo. ¿puedo esperar?
– Claro. Cerramos en un par de horas. –le dije.
Se sentó por la ventana. Era muy bella, con un rostro suave y sonrisa franca. Ofrecí algo de beber y algún aperitivo.
– Lo espero, no tarda. –dijo.
– Vale, cualquier cosita me llamas, mi nombre es Mar.
Después de algunos minutos, volví. Ella, pegada a la ventana, buscaba a su novio entre las personas que pasaban.
– ¿Segura que no quieres algo?
Volteó y su sonrisa ya no era grande. Noté arrugas en su rostro que no había visto antes.
– Ponme un tinto mientras espero. – respondió.
– Un tinto.
Sonreí y me marché. Cuando pasaba por su mesa, ella daba un sorbo al vino, dándome a entender que no quería que la molestase. Seguía pegada a la ventana. Habría pasado más de una hora cuando terminó su vino.
– ¿Te pongo otro igual, algo para picar...?
Deslizó la copa sobre la mesa para que la llenase. Sus manos eran arrugadas y con manchas, lo que me pareció extraño en alguien tan joven.
El lugar poco a poco se vació, pero ella seguía, mirando la ventana. Me acerqué.
– ¿Segura no quieres nada?
– No. Voy a seguir esperando. –respondió sin voltear. Su voz era diferente, más ronca.
– Cerramos en media hora. –dije.
Clientes, camareros, cocineros... todos se fueron. Quedábamos Alex, Ofelia, ella y yo.
Llevé la cuenta. Algo extraño había en su apariencia, el cabello era más delgado y blanco, seguía viendo la ventana.
– Te dejo la cuenta.
– Estoy esperándolo.
– Cariño, lo siento, no vendrá.
– ¡Vendrá! –gritó volteando hacia mí.
Cuando giró, la joven que había llegado al restaurante se había convertido en una anciana decrépita.
– ¡Vendrá, vendrá! ¡Y lo esperaré toda la eternidad si es necesario! –gritó al tiempo que se abalanzó sobre mí.
Caí al suelo, con la mujer sobre mí. Di un grito de terror, ella seguía gritándome “¡Vendrá!” Ante mis ojos, la mujer se convirtió en un cadáver. Un olor fétido llenó el ambiente y de pronto me rodearon miles de moscas. Yo gritaba, ella gritaba y de pronto... otro apagón. Oscuridad y silencio.
Cuando las luces volvieron estaba sola, en el suelo. Voltee a una esquina de la sala, Alex y Ofelia, me miraban, aterrados. Salimos del lugar sin decir una palabra. Fue el último día que Lamucca abrió en La Latina.