La fría noche me ha traído los ecos de sus desconsolados lloros. Su vocecita atraviesa la frágil pared del dormitorio y me llama a su lado. Quizá quiera agua, o sienta miedo y necesite la compañía de su madre. No puedo desatenderlo.
Me levanto de la cama con cuidado para no despertar a mi marido. Camino despacio para no hacer ruido y voy hacia el cuarto de nuestro pequeño, apenas a unos pasos de distancia, un mundo de angustia para mí. Cesaré sus llantos. Mi niño, mi ángel. Mi bello querubín al que tanto adoro. Oigo sus suspiros, sus jadeos inquietos. Me apresuro con temor de que le pase algo grave. ¡Es tan poquita cosa! Abro la puerta de su habitación con sigilo de gato de amanecida. En las penumbras atino a ver el ligero movimiento de la cuna, agitada por el cuerpecito infantil de mi niño, que no duerme sumido en sus pesares o en sus dolores, o en sus anhelos apenas nacidos.
Agarro la cuna con mis anhelantes manos. Allí está mi niño. No llores, tesoro mío. Aquí está tu mami. Ningún mal has de sufrir conmigo a tu lado.
Lo cojo en brazos y acaricio su carita. No llores, mi niño, mi tesoro, mi ángel. Así, así, no te preocupes por nada, cariño. Mami está aquí para que nada malo te pase. Siempre contigo, siempre a tu vera.
Ya estás callado, niñito mío. Tu piel fría no me importa, ni tus ojos blancuzcos como la leche y lejanos como las frías estrellas. Ni tampoco me molestan tus dedos hirientes y tu cuerpo rasposo. Lo acaricio, lo acuno, lo aprieto contra mi pecho, y tú me sorbes la vida. No me importa. Mi chiquillo adorable al que tanto amo. Tu madre nunca te dejará solo. Nunca.
En el dormitorio, el esposo se agita inquieto en sus pesadillas recurrentes. En ellas se repite, una y otra vez, el terrible atropello en el que murió hace una semana su único hijito.