—No hay nada bajo la cama.
El niño se agita entre las sábanas. No consigue acomodarse.
—No hay nada bajo la cama.
Se lo repite una y otra vez. No le deja dormir.
—No hay nada bajo la cama.
Permanece en la oscuridad. Mira un techo que no ve.
—No hay nada bajo la cama.
Si vuelve a avisar a sus padres, se enfadarán con él. Son demasiados días
haciéndolo.
—No hay nada bajo la cama.
Se cubre la cabeza con la almohada. Se encoge lo más que puede, como si su
miedo pudiese desaparecer de su lado.
Pero, aun así, lo escucha:
—No hay nada bajo la cama.
Frustrado, estira la mano hacia el interruptor de la luz.
Y nota cómo le sujetan por la muñeca.
—No la enciendas —le dice la voz a su lado—. No hay nada bajo la cama.