Los niños se internaron silenciosos en la quinta deshabitada, chistándose unos a otros para no hacer ruido, caminando como si el suelo estuviese dormido y pudiera despertar en cualquier momento. En el fondo, más allá de los árboles raquíticos de limón, se veía la casa vacía, deteriorada por el tiempo y la soledad, devorada por enredaderas y plantas trepadoras que parecían muertas desde hace siglos. Uno de ellos, el más alto y de cabeza más grande, detuvo la marcha de sus amigos levantando el brazo derecho sobre su orgullosa cabeza; el grupo parecía asustado y se mostró atónito por unos segundos, luego aflojaron los hombros y lanzaron risitas nerviosas fingiendo valor.
– Shh –les recordó el niño más alto llevándose un dedo a la boca–. Hagan silencio. Él ya está aquí.
Los niños volvieron a endurecer los hombros y a mostrarse tan nerviosos como al principio. Por orden del más alto, rodearon la casa levantando piedras de gran tamaño mientras ocupaban uno a uno su lugar. El más flaco y asustado de todos, con unos anteojos redondos como binoculares, preguntó al más alto, apretando su piedra confundido, como si no supiera muy bien qué hacer con ella:
–¿Cómo sabes que está en la casa?
El otro niño se mantuvo callado, sostenía la piedra como si estuviera a punto de lanzarla contra la casa, mirando impaciente hacia la puerta carcomida por la humedad, silenciosa y quieta como la tumba secreta de alguna pirámide.
–Lo vi en la ventana mirando cuando nos acercábamos. En cualquier momento abrirá la puerta.
–¿Y si no es un fantasma como tú dices y es un niño de verdad?
–¿De verdad? –Preguntó el niño de cabeza grande, intrigado, como si fuese la primera vez que en su cabeza penetrara aquella remota posibilidad.
–De carne y hueso, como todos nosotros –Insistió el otro niño, atemorizado.
– Shh –Le contestó el otro, dando por finalizada la conversación–. Escucho unos pasos allí dentro. Ya viene.
Dentro de la casa el niño le dijo a su amigo:
–Ya verás, te vas a morir del susto, pero te prometo que ninguna piedra te tocará.
–¿Cómo puedes estar tan seguro? –Preguntó incrédulo el otro niño–. Todos llevan una piedra en cada mano.
–Ayer uno de ellos quiso golpearme en la cara y su mano no me tocó, ni siquiera sentí que me rozara. ¿Entiendes? Todos ellos son fantasmas, igual que él.
La puerta se abrió con un ruido chirriante que asustó a todos. Un segundo después, las piedras surcaron el aire como flechazos de indios.
–Ya verás –dijo el niño, con la mano todavía en el picaporte–. Cómo las piedras no nos tocan, cómo ellos desaparecen después.