Tumbado sobre la cama, extendido y fatigoso, cubierto de agotamiento y somnolencia.
Tan lúcido como ausente, más hábil que torpe, tan sensato como imprudente, aturdido y sagaz.
Una mujer llora, más que llorar solloza, desesperada por la insaciable carcajada de los niños que corren en círculos detrás de su leñosa mecedora. Orbitan formando un corro alrededor de un lactante, retoño de Crathull, quien permanece inmóvil en el eje de este particular rito. Por si esta tesitura fuera insuficiente, un altercado cubre este alboroto. Gritos, insultos que rebotan en las casas que acordonan aquel aparcamiento, impactos en los guardabarros de los vehículos estacionados, costalazos sobre los capós de los coches propinados por los empujones de borrachos que salen columpiados por el alcohol y mecidos por sus aleladas extremidades. Las alarmas de los coches penetran en mi cabeza y me sumergen en un estado de angustia y desconcierto. Todo suena tan nítido que resulta imperceptible. Simultáneamente, observo trastornado el descenso de un espectro, haciendo aparición sombría, mostrando un enorme interés por maniatarme y agarrotarme cual fósil.
Una vez obtenido su fin, consciente de mi parálisis, lucho por despertar de nuevo el fluir de la sangre, que suena transparente y débil, apagándose en mis sienes, mi organismo se extingue apresuradamente, aprieto mis párpados con más esfuerzo que fe. Las articulaciones se manifiestan vencidas ante este ente, impulso un último empeño, con el propósito de derrotar al intruso que me mantiene estático, atado a la cama.
Inhalo con desesperación el poco oxígeno que me permite su carga, y exhalo con brusquedad.
Repito la operación, estrujo mis puños, convulsiono inválido, trato de gritar sin ser escuchado, ni siquiera por mi mismo, me aferro a la vida, rechino los dientes y emano un hálito de mi ser.
De cintura para arriba, una réplica de mi torso vomita a su vez una exhalación indescriptible, pero que describe un insonoro chillido de socorro y liberación, recostándose éste inmediatamente después en el busto y el tórax de su forma humana.
Todo ha terminado, he conseguido despertar, avivar mi existencia, controlar mi materia, me hallo en sujeto y no en sombra inerte. Articulo palabra, percibo mi corazón bombear, violento y veloz, a pesar de sentirse obeso. Recupero la agudeza en la visión, advierto el olor rutinario del cuarto donde he dormido desde que tengo uso de razón, dirijo la mirada a los pies de mi cama, donde contempla atentamente una silueta, sencilla y pura, dulce y calmada. Se trata de una niña de no más de 7 años, con hoyuelos prominentes, pecas ordenadas en espiral meticulosamente, orejas de mitología élfica, los brazos caídos hasta las rodillas, a una de sus manos estaba cosido el peluche de un payaso, ahorcado a su vez por los hilos que sobraban de esta ruda costura. Me dispongo a mirar sus ojos y encuentro unas cuencas muy bonitas para señalar la ausencia de los mismos. Es entonces cuando la criatura da un paso hacia mi y me obsequia con una estremecedora sonrisa, era la definición exacta de terrorífica, capaz sin duda de perturbar y volver demente a cualquier testigo de la misma. Me enuncia con el susurro más alto que jamás he escuchado: “Por qué no me retiraste de esa horrible ceremonia cuando pudiste”, esa frase retumba en las paredes de la alcoba como un alarido en una profunda cueva. Entonces recuerdo haber leído o escuchado que, en los sueños no se pueden encender luces, compruebo la veracidad de esta afirmación como una vía de escape, y ese ente de luz se desvanece, pero el dormitorio se halla aun si cabe más opaco. Repito entonces la maniobra, cubriéndome con el edredón, esta vez con mucho más éxito. Me aupo entonces perplejo, con la mente puesta en el cuadro que en su día trabajara mi abuela, con excelente resultado, de un bufón que contemplaba la habitación con templanza, firmeza y ofreciendo la garantía de un asilo consagrado que me sedujo, pudiendo por fin dormir en paz.