Nada de aquel vagabundo se asemejaba al pequeño Rubén. Ni el hedor de sus harapos, ni el titilar de sus ajadas pupilas, perdidas en algún punto del infinito.
Frente a frente, a solas en el bosque, hombre y niño eran antónimos. El anti-espejo. Y, sin embargo, el desconocido lo juraba y perjuraba: Rubén y él eran la misma persona.
Si alguien los hubiese visto juntos, los habría separado de inmediato. El hombre era el prototipo de ese “desconocido”, armado con caramelos, al que los niños tienen prohibido hablar. Pero no había nadie cerca, salvo los padres de Rubén, descansando en la linde del bosque. Cada domingo hacían la escapada familiar, y cada domingo Rubén se adentraba a curiosear entre los árboles. No te alejes mucho, quédate donde te vea, decía su madre con la pamela sobre los ojos.
Aun así, sus padres no estaban lejos. Rubén podría haberlos invocado cuando quisiera, tirando de pulmón. Y lo habría hecho de no ser porque aquella figura encorvada, salida de la oscuridad, le llamó por su nombre. Y sabía el de sus padres. Sabía, incluso, que Rubén guardaba un juguete Spiderman en su bolsillo. Y eso no lo sabía casi nadie, porque menuda vergüenza para Rubén, ya con diez años, seguir jugando con muñequitos. “A la edad ni caso”, había respondido el vagabundo cuando Rubén se lo había confesado. “Esos números solo sirven para manchar de cera las tartas”.
Rubén decidió acercarse, preguntarle de qué le conocía. El vagabundo respondió alzando su mano derecha. En el centro, una mancha rojiza. Un triángulo irregular que Rubén conocía de memoria: era la misma marca de nacimiento que decoraba su propia mano.
Aquel hombre decía ser Rubén. Un Rubén de un tiempo aún no acontecido. Un futuro en el que había sucedido algo, algo que él no quería relatar, ni Rubén podía asimilar. Algo que solo podía enmendarse desandando años y años. Necesitaba a Rubén. Solo le pedía cinco minutos, y estaría de vuelta con sus padres. Lo explicaría todo de camino.
“Pregúntame lo que quieras. Algo que solo tú pudieses saber”, insistió el hombre, agarrando al niño del brazo. Y Rubén preguntó. Preguntó por un pensamiento que le emboscó meses atrás, en el entierro de su abuela. Un pensamiento que no había contado a nadie.
El vagabundo se limitó a decirle que se sacase ese pensamiento de la cabeza. Que papá y mamá sí le querían, que claro que les partiría el corazón si algo le pasase a su pequeño.
Fue todo lo que hizo falta. Dos minutos después, llegaban al camino donde el vagabundo había aparcado su desvencijado coche. Aún no había dado más explicaciones al chico cuando ambos subieron al vehículo.
El hombre bajó los pestillos, bloqueando las puertas. Se secó el sudor. Giró el contacto.
Y entonces Rubén lo vio. Un terror gélido le recorrió la espina dorsal a la vez que el coche cogía velocidad.
La marca de nacimiento del hombre estaba borrosa. Diferente.
Como tinta corrida.