La niña acostó a la muñeca de trapo sobre la mesa. La acarició varias veces desde la frente hasta los tobillos con las yemas de sus dedos. Emulaba el llanto de un bebé con un murmullo que se tornaba en estruendo dado el silencio imperante en la habitación. “Ea, ea”, susurraba mientras arrullaba a la muñeca con una mano y alcanzaba unas tijeras con la otra. “Ea, ea”, decía después de fingir los sollozos. Comenzó a cortar uno a uno los filamentos que simulaban el cabello. Aumentaba el volumen de los lamentos a medida que la figura se iba quedando calva. La imitación era tan realista que los ojos de la niña se cristalizaban con las lágrimas incipientes. Amontonó los restos del pelo ficticio y los guardó en una pequeña caja de plástico. Soltó las tijeras para coger la muñeca. La acurrucó contra su pecho y besó cada parte de su cuerpo: sus mofletes sonrosados, sus pies sin dedos, los botones que eran sus ojos; hasta que dejó de reproducir el llanto. La volvió a posar sobre la mesa y agarró las tijeras. Hizo un fino corte a la altura del codo y tiró con fuerza del brazo para arrancárselo. Comenzó a chillar. Era algo más parecido a un alarido animal que a un grito humano. Acercó el brazo a la boca y empezó a comérselo. Lanzaba aullidos estruendosos sin dejar de masticar. Los gritos cesaron al extirpar el segundo brazo. Luego solo se oía el crujido que hacían las hebras cada vez que una nueva parte del cuerpo era separada del resto, la desagradable trituración de tela y algodón bajo la presión de unos dientes de leche, el esfuerzo de la garganta al abrirse para ingerir la mezcla. La niña comía sin mostrar ningún tipo de impresión o sentimiento, como ausente, como ajena a todo aquello. Y así lo hizo hasta que quedó solo la cabeza. La sostuvo en sus manos y la besó de nuevo antes de devorarla. Guardó las tijeras en la caja de plástico, cruzó los brazos y, por primera vez en toda la tarde, dirigió la vista al frente, donde estaban aquellas personas extrañas. La más joven luchaba disimuladamente contra el vahído que sufría, apretando con los dedos pulgar, índice y corazón su entrecejo amarillo. El hombre de pelo gris habló, intentando engalanar de dulzura su dicción áspera y precisa:
– Tengo que preguntártelo otra vez –el anciano respiró hondo, aterrado, intuyendo y temiendo la respuesta que explicaría el paradero del cuerpo, el contenido de la caja hallada y el estado de shock de la pequeña cuando la encontraron escondida en el armario del sótano, – y necesito que me digas sí o no… –un nudo se enredó en su estómago impidiéndole plantear la cuestión.
La niña, impaciente, se adelantó.
– Sí –dijo seca y claramente, con la mirada vacía y el último hilo de trapo arañándole aún el paladar – esto fue lo que papá le hizo al bebé.