- ¡¡Papá, tengo miedo!!
Ni los truenos ni los gritos de Amy conseguían despertar a Duncan Ferguson, pero sí a Theresa, su novia, que trataba de espabilarle a base de codazos.
- Duncan, tu hija... Que tiene miedo...
- Ya voy...
- Aquí no la traigas, eh... Que luego no hay quien pegue ojo.
Duncan se incorporó, encendió la luz de la mesilla y vio que el despertador marcaba las tres de la madrugada. Fuera había tormenta y los relámpagos iluminaban el pasillo, que crujía bajo sus pasos. Lo atravesó hasta llegar a la habitación de Amy. Entró en la habitación y la vio sentada sobre su cama.
- ¿Qué pasa, mi amor?
- Que creo que hay un monstruo en mi habitación... ¿Puedo irme a tu cama?
- Pero cariño, si ya eres mayor… ¡Ya tienes siete años! No hay ningún monstruo... Venga, vamos a revisar todo... ¿Empezamos?
- Vale. Mira en el armario, papá...
- ¿Monstruo? ¡Aquí no hay nadie!
- ¿Y debajo de la cama?
- A ver que me agache... ¡Ningún monstruo debajo de la cama!
- ¿Y donde las muñecas…?
- Ningún monstruo en tu baúl de las muñecas... nada de nada. ¿Ves? -le decía a Amy que ya volvía a sonreír tranquila y convincente- Dame un beso, cariño. Si te da miedo me vuelves a llamar, ¿vale? Yo me espero a que te duermas, pero tienes que tener muy claro que los monstruos no existen.
Acarició la cabeza de Amy hasta que se quedó dormida. Recorrió el pasillo de vuelta bostezando. Estaba agotado. Fue al tumbarse de nuevo en su cama cuando le vino la imagen de sus botas mojadas junto a la pared bajo las cortinas. No recordaba habérselas quitado en la habitación de Amy. Dio la luz. Saltó de la cama y corrió por el pasillo. Las botas ya no estaban. Amy tampoco.