Era un frío día de mediados de invierno. Una familia, procedente del valle de Aezcoa, había llegado a Isaba. Los altos montes pirenaicos de la localidad estaban cubiertos de una espesa niebla que impedía ver siquiera a cien metros de distancia.
Se cobijaron en un refugio que un vecino les dejó, en el camino al Arlas. El vecino cerró la puerta. De manera inexplicable, el cielo se oscureció y todas las casas de Isaba se quedaron a oscuras. Sólo un débil destello, procedente del norte, rompía esa oscuridad absoluta.
Ese inicialmente débil destello se iba haciendo cada vez mayor a medida que se acercaba al refugio donde se habían cobijado los aezcoanos. Era un destello tan vivo que impedía ver cualquier otra cosa.
Pero, en el momento en que llegó al refugio de los aezcoanos, ese destello se apagó súbitamente. Maia, pues así se llamaba la madre de la familia de aezcoanos, se asomó a uno de los huecos de ventana del refugio, pero, a causa de la oscuridad imperante, no consiguió ver nada.
Juan, que así se llamaba el dueño de un restaurante situado al norte, cerca de la frontera con la localidad de Saint Engrace, con un farol en una mano, llegó a Isaba, pero la luz del farol se apagó.
Aún no eran más que las seis de la tarde, pero los aezcoanos se sentían nerviosos. Se oyó un golpe fuerte en el exterior del refugio, y, enseguida, un grito que pronto fue silenciado.
Pasaron varias horas, hasta que amaneció el día siguiente. Con la luz de los rayos del sol, Maia vio que se había quedado sola en el refugio. Salió de él y vio que no quedaba nadie en las casas de Isaba. El único al que vio fue a Juan, que estaba tendido en el suelo, con la mirada perdida, y costándole respirar, con una herida en la comisura izquierda de los labios.
Neeeee, Neeeee, dijo Juan, justo antes de morir.
Con mejor tiempo que el día anterior, y mirando a todos lados, preocupada, Maia subió a los altos montes pirenaicos de la zona.
Llegó cerca de un dolmen, y allí vio a su esposo y a sus hijos. Pero estos no respondían. Alguien cuya presencia no había advertido le vendó los ojos.
Cuando se quitó la venda vio a su esposo y a sus hijos congelados. Y, a su lado, a una chica de pelo rubio vestida con un vestido azul y blanco.
Mi nombre es Neguri -le dijo ésta a Maia-.
Y esto fue lo último que oyó Maia antes de acabar igual que su esposo e hijos.