Yo no estoy muy de acuerdo con Paula en eso, bueno, ni en casi nada, por eso todo el mundo acogió nuestro divorcio con la tranquilidad y hasta el alivio de quien ve llover en otoño. Eso es lo normal, ¿no?, lo preocupante sería que no lloviera, que no tuviéramos un trabajo al que volver, que esos dos siguieran juntos.
¿Pero qué tengo que aceptar? Cuando me dicen: Tienes que aceptarlo, les pregunto qué tengo que aceptar. Y miran para otro lado.
Y hasta ella me lo dice. Tienes que aceptarlo, me dice mientras yo le recojo a los niños al salir de la redacción. Casi se los tengo que arrancar de los brazos. ¿Se puede saber qué le pasa ahora? Para eso hemos quedado, para llevarlos a la Larga Marcha Zombi o como se llame la payasada esa que organizan por Halloween, porque yo sé que a los niños le gustan esas cosas y que Paula transige con ello.
De manera que me llevo a los dos niños, que están envueltos en vendas ensangrentadas, como si les acabara de atropellar un autobús. Ella se queda mirándome con esa cara de estupefacción que pone últimamente. Yo creo que está tomando pastillas, pero no se lo pregunto. Los recoges en Lamucca de Serrano, le digo. ¿Qué otra cosa le voy a decir?
Y allí estamos al final de la cabalgata zombi aquella. El restaurante parece más bien un hospital de guerra, lleno de tipos mutilados, lisiados y descoyuntados que charlan animadamente, eso sí, mientras sujetan un rollito vietnamita con la mano que no les cuelga.
Pienso en escribir un artículo sobre eso. La banalización del terror, la americanización de las costumbres, la renuncia a nuestras propias tradiciones, en fin, tampoco es nada original, ya lo sé.
Pero se me cruza lo de siempre. Esas caras. Resulta gracioso ver a un individuo con un ojo fuera de su órbita mirándome con horror. Y a otro disfrazado de muerto con derechos de antigüedad, de muerto con muchos años de tumba a sus espaldas, evitar la mirada como si fuera yo el que pretendiera dar miedo o asco o no sé qué.
Mes parece oírles decir, también a estos: Debería aceptarlo.
¿Pero qué debería aceptar?
Me dan ganas de gritárselo. ¿Qué debería aceptar, pandilla de bufones?
Cojo a mis dos niños y me levanto de la mesa. Les doy la mano a los dos porque no quiero perderlos otra vez. No os preocupéis, les digo, esta vez no vamos a separarnos.
Siento en mi espalda todas esas miradas que no se han atrevido a cruzarse con la mía. ¿Pero a quién le da la mano?, oigo preguntar. Qué sabrán ellos, me pregunto yo.
¿No es el del accidente, el que era periodista? Salió en la tele, ¿no te acuerdas? ¿Pero a quién le da la mano?
Qué sabrán ellos, me pregunto.