Llegué primera y me senté en la mesa que había reservado el laboratorio. Al rato, empezaron a llegar los doctores. ¡Qué diferente es verlos reír y gesticular sin sus batas blancas! Me paraba a cada rato: “¿Qué tal, cómo le va? El gusto es mío”, y les tendía la mano, todo bien rápido. El vino lo elegimos Felipe y yo. La noche siguió su curso, todo muy ameno, hasta que me preguntaron por el proyecto. Empecé a transpirar en exceso y ahí debutó este trastorno. De repente, de mis dedos sudados, salían hormigas. Estaban vivas y marchaban en fila. Tanteé la servilleta en mi falda y, sin moverla demasiado, le clavé las uñas con todas mis fuerzas para impedir que salieran a la luz. Me sentí con la torpeza del joven manos de tijera. Noté mi frente empapada de sudor. Vi mi cara en el espejo y las hormigas surgiendo de mis sienes. Me tomé la cabeza con ambas manos, como si tuviera migraña, y aplasté una docena. Nadie me miraba. Tosí. Agarré mi cartera y me fui, como quien va al baño.