Ella me ama con tormento; por eso sé que habló de forma ambigua. ¿Cómo
habría de consumar pensamientos atroces? Su belleza me ha hecho esclavo.
Una vez dijo que me amaba, que se lo recordara,
que no me olvidaría pese a las desgracias. Muy dolida está, cierto, aunque
lo niega. Me llamó débil. Un escupitajo dio en prueba de oír mis ruegos por
entendimiento mutuo. Sus uñas han escrito en mis brazos, pero yo la amo
y porque sé que me ama, no le creo nada, yo que la amé, así, desahuciado.
Consentía sus impulsos agresivos y caprichos. Y
me agrié por eso. Mucho me estrujaba el corazón.
No soporto el rencor ni que me culpe por todo. Pobre
mía, el dolor que te come el alma, te revienta dentro.
Aquel día la contuve. Me esforcé por devolverle la razón,
por restaurar su dulzura. Brutales fueron sus burlas, su
risotada repugnante, ¡en medio del público! La abandoné
en la banca del parque, furioso, sepulcral. Amada,
no nos condenes. Nuestro amor transpira santidad.
Cuando me llamó hace una hora, no dijo lo que profirió. La disputa
fue terrible, luego adiós. Sé que ella mentía. Del otro lado del teléfono,
despidiéndose, arrojó ese grito roto, perdido. Silencio luego. ¿No basta
la credibilidad de mi testimonio? Aunque se me interrogue por el cuerpo,
insisto: ella me mintió. Pero la amé en su funeral como nunca he amado.
Y aunque todos los días, cerca de esa fatídica hora, mi celular vibra y
al responder -porque la echo de menos y esperándola me encontrará-,
con voz gutural, irreconocible, ella revive el suceso que harto abomino,
reitero: ella mintió.