Respiró tranquila inhalando cada microscópico gránulo del perfume de las rosas. Había muchas a su alrededor y la paz se había instalado en ese jardín. De repente, un grito profundo interrumpió todo a la par que un haz de luz se abría camino a través del brillante cielo azul de la escena. Del jardín no quedó nada y, cuando abrió los ojos, reconoció al instante la voz que, llena de angustia, había proferido el grito. Era su hijo.
De un salto, se levantó de la cama y fue, casi sin posar las plantas de sus pies en el suelo, hacia la habitación de su hijo.
Estaba llorando. Había sido una pesadilla.
Le acurrucó entre sus brazos y, acunándole, consiguió tranquilizarle poco a poco. Aún recordaba lo mal que lo pasaba ella cuando era pequeña y tenía miedo. Miedo a la oscuridad, a los monstruos de las películas, a todo. Miedo hasta a lo que a nadie le daba miedo.
Sin embargo, ahí estaba ella, con sus 37 años y un niño de nueve. Ahora era fuerte y no le daba miedo nada. Había madurado. Cuando Jorge se hubo dormido, ella se fue, con una sonrisa en los labios, a su habitación. En unos minutos volvería a encontrarse en su jardín de flores.
Al otro lado de la ventana del pasillo, una sombra le acechaba, dispuesta a atacarla. Antes se había equivocado de habitación y, torpemente, había asustado al pequeño.