Llevaba varios días pensando, que nunca sabría, qué había pasado, siempre dudando de lo que
yo había sido capaz de hacer. Siempre con la misma imagen en mi cabeza, rondando una y otra
vez, golpeando mi corazón, hiriéndome en cada pequeño paso que daba, arañando sutilmente
mi autoestima.
Las eternas visitas al hospital, las miles de pruebas en aquellos pasillos fríos y sombríos. Sentía
como todos me observaban como un conejillo de indias en un laboratorio. Seguro que creían
que el culpable había sido yo, pero yo no podía ni defenderme. Nadie me explicaba nada sobre
lo sucedido, era como estar atado y rodeado de llamas.
Yo me encontraba bien, tranquilo, sosegado, y hasta feliz, pero, no era fácil vivir sin saber la
verdad. Todos me hacían preguntas, pequeños interrogatorios, a las que no era capaz de
responder. Aún no había podido hablar con nadie cercano, tampoco los extrañaba demasiado,
pero sentía la necesidad de tener algún vínculo afectivo.
Ni siquiera me había percatado de las esposas en mis muñecas, de los pequeños cortes en los
brazos, ya casi sellados por las costras, y mucho menos aún, que me faltaba una de mis
piernas. ¡Estaba mutilado!, la maldita silla de ruedas me había tenido alejado de la realidad.
La puerta se abrió lentamente y una mujer de unos cuarenta entró silbando, cerró tras de ella
con el tacón. Se acercó a mí y me dijo al oído:
– sé que fuiste tú, no te vas a librar, por mucho que disimules, sé que fuiste tú.
No sabía de qué me hablaba, ¡otra vez la misma historia! Mis neuronas no se unían para
mostrarme de lo que era culpable.
Retrocedió unos pasos, se colocó a mi espalda. Me puse a temblar, aquella joven parecía muy
afectada. Solo la podía ver en el reflejo de uno de los espejos, inmóvil tras de mi nuca,
susurrando una especie de rezo, lo repetía una y otra vez de forma compulsiva. Las primeras
gotas de sudor hicieron aparición en mi cuerpo. Fue la primera vez que fui consciente que
estaba en peligro. Suspiró fuerte, lo siguiente que note fue su mano en mi garganta, estirando
mi cuello, desplegando toda su fuerza sobre mi frente. Oí un chasquido y sentí quebrar mi
columna, mis brazos y piernas se entumecieron. Podía moverlos, pero a duras penas respiraba,
la presión de su cuerpo sobre el mío me lo impedía.
Grite con todas mis fuerzas, ¡socorro!, ¿alguien me oye?, ¡ayuda! Note como su nariz rozaba
mi cara, volvió a susurrar esa especie de rezo, ahora si lo oía con claridad, era perfectamente
audible.
“Padre nuestro que estás en el cielo...”, repetía una y otra vez.
Empujó la silla ruedas y me colocó frente a frente contra uno de los espejos de la sala. Apretó
mi cuello con todas sus fuerzas y lentamente vi cómo se cerraban mis ojos. En mi pupila la vi a
ella ensangrentada, tirada a mis pies. Mi coche la iluminaba mientras su hija perdía la vida.