La luz titilaba. El silencio se impuso de manera tan desoladora como repulsiva. El hedor emergente restablecía la calma perdida, acrecentando el receptivo ego en ese tipo de actos.
Mirando el espejo veía fotogramas de una vieja película, conforme con la transformación de ese ser humano al paria que había acabado con todo. Una última función con la que había creído llegar al culmen de mi legado.
A lo largo del camino había perdido moralidad y cosas materiales, menospreciando su valor e importancia. De lo hermoso a lo ridículo. De lo feo rumbo a lo estimado. De lo macabro… al arte. Mi vida había ido perdiendo color, centrado en grises matices que acabaron en el blanco y negro predominante, pero mi gran acto hizo recuperar el rojo, la impresa vida que oscurece y seca.
Con cada obra maestra ganaba confianza, poder, lujuria y fuerza. Un efímero clímax del que buscaba más intensidad, eternidad. De ahí la sucesión en trabajos que llevaron a esa masacre. Mi particular jardín de las delicias.
Golpeé el cristal, formando un puzle de esa persona que dejara hace tanto tiempo. Infravalorada, débil y aburrida.
Mis descalzos pies pisaban restos de cristal y sangre, rumbo al salón del restaurante. ¿Objetivo? Contemplar el resultado de un instante, salvaje y premeditado. Ante el corto y estrecho pasillo, donde dieran cuenta restos de mobiliario y los primeros cadáveres, figurantes que colaboraron de forma involuntaria, ofrecían sus mutiladas figuras como parte del lienzo perfecto. Solo el ruido de mis pisadas marcaba la banda sonora de ese momento que saboreaba, in crescendo, sobreexcitado por el resultado.
Plasmé la roja yema de mis dedos en la puerta. Tras cruzar el umbral, mis sentidos se agudizaron por la belleza de aquel escenario, admirando cada detalle y elevando los brazos y el rostro, triunfante y orgulloso.
El salón estaba sembrado, ante la batalla de la supervivencia y el creador, con partes del dañado mobiliario, por el suelo o esparcido por las mesas que aún se mantenían en pie, mezcla de comida y restos de diversas mutilaciones, mantelería rasgada y rediseñada para borrar ese impoluto lienzo blanco con el calor predominante. Maniquíes de rostros encerados por el último hálito, detallando rasgos con la mirada perdida, maquillaje de tinte uva, tinte vida. Espejos que perdieron su infinito, copas caídas, desgarrada ropa, mortecinas lámparas, madera teñida, creación tras la muerte.
Cada paso era glorioso. Caminar por mi mejor obra. Algo que pocos o ninguno podría decir. Respiraba con intensidad, sin tocar, sin perturbar el desenlace, rumbo a la salida. Dejar que otros disfrutaran de ese museo, de lo que realmente es la vida. Sus necesidades más mundanas, el horror, la violencia y todo cuanto hemos creado y se horrorizan por esa hilarante e irónica realidad.
La campanilla de la salida anunciaba la despedida. La venida de ese ángel negro que diera cuenta de todos. El último sonido del silencio.