Acababa de nacer y mi visión del mundo ya era radical. Hacía unas horas estaba volando rápido, zigzagueando sobre una superficie rojiza con enormes grietas grisáceas y montañas negras que se elevaban, en forma de tubos infinitos, hacia el cielo cubierto de luz. El calor emanaba de esa piedra complicando mi aterrizaje. Aunque estaba pletórico de energía, no pude oponerme a una fuerza que me arrastró hasta una montaña vertical que se extendía hacia todas direcciones, sin poder ver ni el principio ni el fin. Evité el golpe dirigiéndome hacia una enorme caverna. Ya tenía claro el camino cuando mi exoesqueleto golpeó un muro invisible que no me dejó pasar. Estaba atrapado.
Del cielo, sin previo aviso, empezaron a caer bombas de líquido. Habría millones. Un impacto directo de ellas y acabaría aplastado contra el desierto rojizo y blanquecino de abajo. Creía todo perdido cuando la pared invisible empezó a moverse. La golpeé repetidamente, zumbando rápido, hasta que pareció que mi tesón había logrado que atravesara ese muro mágico. De pronto, me encontraba en el interior de la gran cueva de techos inmensos. El miedo recorría cada célula de mi pequeño ser, mi tórax y mi abdomen se contraían involuntariamente, agitando en el proceso mis patas y antenas.
Volaba nervioso y sin cautela cuando un bloque inmenso, azulado y lleno de agujeros silbó en el aire, de forma tan única y veloz que no pude apartarme de su trayectoria. Así acabé en un desierto mullido. Apenas podía esconderme entre los pliegues, estaba desesperado. Tenía un ala rota y no sabía si podría volver a despegar el vuelo alguna vez. Aún así, lo intenté. Zumbé varias veces hasta que distinguí aquella enorme mole babosa. Se trataba de una montaña llena de vegetación. Sus enormes cuencas albergaban unas pupilas veinte veces mi tamaño, y cada uno de sus dientes, al rechinar, emitía una onda sonora tan molesta e impactante, que pensé que eso sería lo que acabaría con mi corta e insignificante vida. Pero pasó por mi lado sin fijarse en mi presencia. Pisó con tal fuerza cerca de mí, que desplazó todo mi cuerpo fuera de aquel desierto mullido.
De la nada apareció el gran pie, un ser grotescamente mayor que todo lo anterior aparecido. Era blanco. El cielo se oscureció antes de que, con contundencia, esa extremidad aplastara mi cuerpo. Desparramó líquidos, antenas y patas por el frío suelo. Noté el desmembramiento con intensidad, antes de morir completamente aplastado.
Ahora, soy un ente que pulula por el restaurante Lamucca. Sé que una vulgar mosca no puede hacer mucho contra el mundo de los vivos, pero tal vez pueda molestar a algún ser mucho más temible, ese que vive aquí, debajo de la calle Serranos, enterrado en los propios cimientos de lo que ahora sé que es la edificación de tan elegante lugar.
Os aseguro, palabra de insecto, que mi muerte será un dulce paseo comparado con la que les espera a estos pobres e infectos humanos.