Sólo hay una cosechadora que alquilamos por jornada durante los meses de julio y agosto. Cada temporada esa máquina pasa por encima de alguno de nuestros hijos. Muchos de ellos apenas saben andar y desaparecen bajo las aspas; son arrastrados durante todo un día bajo el eje de las ruedas, hasta quedar enterrados después en las zanjas.
Son muchas las hectáreas y el cielo se cuaja pronto; en una sola noche, el viento y la lluvia pueden vencer, a lo largo de los campos, cientos de pequeñas parcelas de espigas y anegar cualquier superficie que no se extienda sobre una pendiente. Y solo hay una máquina para tanto cereal.
Por eso se prefiere creer que a nuestros hijos los roban en las noches de tormenta, u olvidan el camino de vuelta a sus casas si se han adentrado mucho en los bosques.
Aquí, nos gusta saber quién mata a quién. Mi mujer desnucó al nuestro una mañana camino del colegio, al frenar en seco junto al semáforo que ya le había costado dos multas. Todavía se arrastra cojeando tras el mostrador y no aparta la vista de los niños.
“¿Te acuerdas?, ¿no?... El niño que murió el curso pasado. Yo soy su madre. Hay carteles suyos pegados por todo el colegio. ¿No te acuerdas?... ¿Cuántos años tienes?... Él todavía tiene dos más que tú.
Yo prefiero ocultarme tras la báscula; regular una vez más la cuchilla de corte o volver a pesar, para no tener que mirar, que encargarme de nada de lo que ocurre ya al otro lado de los expositores para la carne.
Entonces vendí la tienda, porque de repente las manos se me pusieron negras. A menudo sueño que todavía es julio y salgo con mi hijo a cosechar, con la misma camisa y la misma gorra. Dicen que así vestidos, a más de cien metros, es imposible reconocernos. Que es extraño, dicen, porque nada en nuestros movimientos, en los gestos o en la forma de andar, nos distingue. Somos iguales, y en la ciudad todos nos reconocen, porque llevamos la misma camisa, la misma gorra, porque caminamos igual.
El nuevo dueño no es carnicero, pero conserva el letrero con el apellido de mi familia en la fachada de la tienda. Sobre una máquina expendedora de bocadillos, con toda la charcutería cortada de fábrica, en piezas idénticas. Para que los críos merienden en la tienda, dice. Para que los hombres de la refinería puedan llevarse su almuerzo, todas las mañanas. Para que los repartidores de cerveza hagan un alto entre pedido y pedido.
En la ciudad, esos bocadillos instantáneos son muy populares. Y todos me saludan, porque, aunque saben que he vendido la tienda, mi nombre todavía cuelga de la fachada, justo encima de la máquina expendedora. Levantan las manos y pronunciaban mi nombre con la boca llena. Yo sólo les hago un gesto con la cabeza, porque, aunque he vendido la tienda, para todos soy el carnicero.