A falta de otro entretenimiento, Lucas solía acudir al mercadillo de objetos usados y antigüedades que se instalaba los domingos en la Plaza del Condestable. Esa mañana el invierno afilaba su frío en las pilastras del antiguo convento de las Mercedarias. Poca gente se distraía entre los cachivaches expuestos de manera precipitada sobre viejas lonas. Y entonces el cielo se rompió. Fue tal el estruendo que los paradistas y los cuatro paseantes sintieron cómo en sus cabezas se instalaba una gélida negrura. Unos a otros se miraron y antes de que nadie dijera nada empezó a llover a cántaros y a agitarse un viento frío como el aliento de un cadáver recién profanado. Por encima de los tejados parecían correr animales de niebla con los ojos encendidos. Sólo era una sensación como un escalofrío alucinatorio. Fue entonces cuando Lucas, que ya corría hacia las arcadas de la iglesia de San Esteban sintió el primer mordisco en un muslo y cómo se desgarraba la carne y se agitaba cual muñón en el aire. Después otro mordisco le hizo caer de bruces. El dolor era tanto que solo podía aullar como un perro y dejarse las uñas en el empedrado. Y la yema de los dedos. La bestia que fuera movía los dientes hasta notar cómo se rompían los tendones. Entonces parecía aflojar y husmear la sangre. Pero inmediatamente volvía, esta vez a triturarle los huesos del pie izquierdo. Nadie quedaba en la plaza. Creyó notar el hocico caliente de la bestia hurgando entre las fibras desmadejadas de la carne.
Cuando pudo girar la cabeza, ya ante las puertas de la muerte, creyó ver cómo uno de los paradistas hacía entrar en un viejo cuadro un jabalí sanguinolento y una jauría de lebreles negros. Cargaba luego el lienzo en una carreta y salía apresuradamente de la plaza sin mirar atrás.