Recibí el mensaje con la clave para autorizar la compra segura por internet y marqué los seis dígitos en el teclado. ¡Hecho! La broma me había costado un riñón, pero valía la pena. Desire era un nuevo portal de servicios que ya contaba con un millón de usuarios, lo que dice tanto de la homogeneidad como de la crueldad de la raza humana.
Compré un martillo en la ferretería de la esquina y me senté en el parque. Los niños jugaban, los padres parloteaban distraídos en los bancos. Podía matar a cualquiera, aleatoriamente, volver sobre mis pasos y servirme una copa de vino en casa, mientras las sirenas de la policía aturdían el barrio. Y podía recibir a los agentes sin miedo, flemático en mi batín, con las manos todavía llenas de sangre y restos de masa encefálica, y hasta preguntar a los polizontes si les apetecía acompañarme en mi libación. En cuanto confirmaran mi identidad, se disculparían y me dejarían en paz.
Pero no, no mataría a ninguno de esos gritones ni de sus histéricos padres, no malgastaría mi bala de oro por un capricho pueril y epatante. Desde mi jefe hasta mis vecinos de arriba, pasando por mi ex novia y mi ex amigo Dimas, que ahora estaba saliendo con ella, había montones de candidatos, traidores, incapaces, mentirosos compulsivos, que me habían ido empujando, mes a mes, a este callejón (con salida). Mi presupuesto no alcanzaba para liquidarlos a todos, pero nadie me quitaría el placer de detener a martillazos a uno de esos puntitos negros que se movían bajo la noria de la vida.
En el metro, detesté el vacío de los pasajeros, su egoísmo, su ira; y estuve a punto de machacar el cráneo a un payaso que me arreó con su maleta, pero no debía precipitarme. Que uno solo se dirigiera a mí, que me ofendiera, que me buscara las cosquillas, y sería hombre muerto. Decidme ahora lo que pensáis de mí, que visto mal, que soy un fracasado, que me huele el aliento, y os destruiré con este rayo alquilado de Zeus, este código de acero y madera que llevo bajo el abrigo.
¿No decís nada? ¿Me amáis, pues? ¿Queréis ser mis hermanos?
Salí a la superficie y seguí con ese pasatiempo de furia y absolución. Si fuera rico, os mataría a todos, me dije, y justo en ese momento un hombre, ni mejor ni peor que los otros, ni más inocente ni más culpable, se cruzó conmigo en un paso de peatones, y decidí que le aplastaría la cabeza. ¡Fue una epifanía!
Pero, cuando me di la vuelta para noquearlo, el cañón de una pistola me apuntó como la cuenca vacía de un ojo y solo pude lamentar que fuéramos ya tantos los clientes de Desire y que todos quisiéramos la misma cosa.