MANDRÁGORA
Camina bajo la tarde gris. Al verla pasar, los habitantes de la ciudad inhóspita cierran los postigos oxidados. Nada es seguro ya. Los pináculos de la catedral apenas son visibles entre la niebla, a lo lejos semejan bosques de troncos calcinados. Las gárgolas giran sus rostros moribundos tras sus pasos, alargan los cuellos graníticos y se retuercen sobre sí mismas, como sarmientos milenarios, para reconocerla, ciegas la buscan y, sobrecogidas, se afanan por arrojarle sus improperios. Pero ella solo se defiende con sutil agilidad de las enredaderas que se deslizan por los muros de los templos abandonados y saltan al vacío tratando de atraparla, su veneno es mortífero. La tarde agoniza, se desmorona la luz. Los edificios lóbregos se inclinan para devorar a los viandantes. Sin embargo, ella se escurre por el laberinto de calles. Hay una humedad densa en el ambiente. Flota el vaho irrespirable mientras va a su encuentro.
Él la espera en el pasaje del río. Sus ojos mortecinos reflejan cansancio por el paso del tiempo. Transita nebuloso por el pasadizo de columnas destrozadas donde apenas escollan los rosales salvajes. A lo lejos aún se dibuja una luz que poco a poco se va extinguiendo. De repente, una silueta le sale al encuentro. Al reconocerla, la atrapa con ansiedad, mientras la angustia se dibuja en su apagado rostro. Despacio emprende la marcha arrastrando su decadencia, pero antes le echa un último vistazo a lo que va quedando atrás, un lugar donde un día el amor quedó extinto.
Por fin el fangoso sendero les abre al negro túnel. Él ya no espera nada, solo entregarse a su voracidad. Ella apenas pesa entre sus brazos. Sabe que se ha hecho necesaria su presencia y no se arrepiente, ahora la desea con ansiedad para el fin previsto, todo antes que estar a merced de la ciudad maldita. De pronto se detiene, y la figura brumosa que sostiene entre sus brazos se mueve inquieta. Es el final del túnel abominable donde el musgo lleva impreso el color de la permanencia, entonces comprende que ha llegado el momento. Con inusitada rapidez ella extiende sus ágiles brazos, delgados como líquenes, y cubre el cuello que él le acerca para que pueda absorber, frenética, sus últimos restos de vitalidad. Un instante después desaparecen, tambaleantes, por la roca musgosa que abre la caverna.
Con una fuerza apenas presentida, ella perfora la tierra fangosa y, sin soltar lo que ahora es suyo, se introduce en el lodo en busca de las sombras absolutas.