Era una de esas noches extrañas, intrusa en nuestras vidas, donde la quietud del paisaje invitaba a relajarse en el asiento del tren. No éramos muchos los que viajábamos, aunque sí pocos los que se rendían antes los placeres de la pecadora señora Gula. Mi mirada, colmada siempre de aquello que mató al gato, barría el compartimento en busca de trozos de comida, pelusas, joyas perdidas, dinero extraviado o cualquier cosa que rompiera con la pulcritud del suelo, y de paso con mi aburrimiento, pura distracción, pensé. Levanté mis ojos y entonces la ví: frágil, solitaria, etérea y medio dormida, tenía un lunar en el cuello en forma de luna negra destacado sobre aquel fino fondo blanco que cubría su cuerpo, un punto perdido entre el rosado virginal de sus labios y la estrechez del canal que formaban sus pechos, y como un animal salvaje que estudia a su presa, la observe en sus movimientos lentos y pausados , por segundos muté en un lujurioso pecador fantaseando con respirar muy cerca de ella, de su marca en el cuello, anhelé dejar de ser el amante solitatrio que era, para terminar así con mi soledad y convertirla en mi compañera. Esperé el momento, el preciso momento para hacerlo, ya no había comensales con barrigas satisfechas, ni espectadores que aplaudieran o abuchearan lo que allí ocurriera, era solo para nosotros dos aquel instante donde compartíamos espacio y tiempo.
Me acerqué y noté como el miedo florecía dentro de ella, rasgué su carne con mis colmillos cerca de la luna negra y disfruté como la primavera de la muerte helaba sus venas, haciéndola como yo, eterna.
Nadie supo de aquella chica después del descarrilamiento del tren, pasó a ser uno de esos misterios que contaban los lugareños, como aquel donde apareció un dinosaurio en una cocina o donde la plaza del pueblo volvió a desaparecer, una de tantas historias que llenan ríos de tinta pero que nunca se imprimiran en las riberas.