Ante la decadencia del vampiro, no pude más que sonreír. Su respiración agitada, si es que realmente los vampiros respiran como nosotros, delataba que era sabedor del destino que le estaba declarado. No había ninguna posibilidad de salvación. El vampiro ahondó en mi mente como un susurro para comprobarlo.
Sus ojos estaban inyectados en un líquido negruzco que quería ser sangre, su piel se ajaba como un limón reseco y sus otrora poderosos colmillos parecían faltos de calcio.
Pensar que poco tiempo atrás los lugares eran los opuestos aún me estremecía. Y aún me hacía mirar con más asombro y con un placer más intenso el declive ineluctable de la poderosa sanguijuela.
En mis pupilas refulgía el rencor que se había acrecentado en mi interior durante los últimos nueve meses. Era como si hubiera vuelto a nacer. Nueve meses de cautiverio, sometido y atenazado por inmisericordes argollas, con un el único objetivo de alimentar a mi “amo”.
Cuando escapé, lo primero que hice, lo primero que dije, fue escupir aquella sucia palabra que había tenido que repetir y repetir como un perro apaleado. Aquel acto, banal en apariencia, recorrió mi cuerpo catárticamente y derivó en rictus.
Me acerqué, no sin cierto temor de perro, al vampiro, que ahora ocupaba la más lujosa de nuestras estancias. Lo colocamos sobre la baldosa que él acostumbraba a llamar “de castigo”. Cuando nos portábamos mal, nos sacaba de nuestras celdas con su firme garra alrededor del cuello y nos colgaba de ambos brazos con alambre de espino. De aquel sangrado se alimentaba como una serpiente, apoyándose sobre nuestros cuerpos marchitos y estirando el cuello y la lengua. Para recrudecer el castigo, nuestros cuerpos nunca tocaban el suelo, de modo que con el paso del tiempo nuestros huesos claudicaban en sonoros chasquidos. Ese, la forzada postura de las celdas y su insana humedad, nos habían convertido en amasijos de carne y huesos contrahechos. Frente a nuestro carcelero, sondeé con mi dedo la grieta más profunda que había surgido en su piel. Me deslicé desde su frente hasta su brazo, sintiendo cómo se separaba la piel y trataba de curarse al mismo tiempo. Pero el vampiro llevaba ya casi un mes sin probar la sangre. Su figura ahora resultaba más patética que la nuestra.
Sin embargo, aún quedaba un asunto por resolver. Derribado nuestro carcelero, algunos de los nuestros intentaron salir. Su intento fue tan fútil como beber de la humedad de las piedras de la prisión.
Un día después, los hombres del exterior nos dejaron clara su postura: no tendríamos ni comida ni agua hasta que la prisión volviera a funcionar como debía. La fatal tesitura proclamó la barbarie. Los primeros en caer fueron aquellos faltos de fuerza para defenderse y matar. Luego, comenzamos a combatir entre los criminales restantes. En aquella vorágine de sangre y violencia, me percaté de que para restablecer el orden, debía convertirme en el nuevo amo.
Llevé mi dedo manchado de su sangre hasta mi boca.