Siempre estoy a tu lado, pero no me ves. Soy la brisa que notas en la frente cuando no hay viento, el escalofrío repentino que pone de punta tu cabello por la calle. Soy esa sensación que hace que gires la cabeza cuando estás solo en una habitación, pero notas que alguien te mira. Ese soy yo, el que te mira, el que te acaricia, el que susurra palabras en tu oído.
Soy uno y soy miles, millones, esperando entre los fuegos, ¡los juegos!, de un jardín esa mirada que nos haga cobrar vida. Los rondadores, ¿quién será el elegido? ¿Afortunado o maldito? La ruleta gira; la ruleta se para. Los condenados elevan sus voces sobre el estruendo de los tambores y el chirriar de las zanfonas; silban las flautas y rugen las cuerdas del arpa mientras el condenado las riega con su sangre. Restallan las lenguas, se funden las pieles, el sudor, en un maremágnum de lujuria, dolor y música. Y entonces nacemos nosotros, débiles a principio, apenas lombrices que se arrastran entre los acordes. Pero crecemos rápido. El tormento nos alimenta y la música nos hace engordar.
Y entonces, un día cualquiera, llega el momento. Entre las miles de miradas que nos observan con indiferencia encontramos una a la que podemos aferrarnos. Unos ojos que ven, no sólo miran, que están abiertos y por los que podemos colarnos. Es un momento sublime. Nosotros, pequeños parásitos sin forma, hemos encontrado a nuestro anfitrión. Nos alimentaremos de él hasta que su mente sea nuestra, hasta que él seamos nosotros, y entonces… ¡Cuánto mundo a nuestra disposición!¡Cuánta música! Nos sumergimos en la vorágine de sonidos que hay a nuestro alrededor. Oímos, sentimos, saboreamos las melodías que se nos ofrecen por doquier. No hay día ni hay noche. No hay cansancio, ni dolor, ni amor. Nos consumimos y consumimos a nuestro anfitrión, cuya mente, reducida a una mota de polvo, grita sin cesar desde el abismo.
Somos el caos, la locura, somos el goce absoluto y la profunda desesperación. Un fuego, ¡un juego!, en el que caéis una y otra vez, nuestros amados esclavos.