Caminábamos sin descanso para sobrevivir. Quedarse quietos no era una opción, pues solo nos hubiera llevado a una muerte segura. Atravesábamos el bosque con cautela y cierto recelo, sabedores de que era un lugar maldito que solo albergaba horrores. Habíamos oído que enloquecía a los hombres y les convertía en sombras. Ahora sabíamos que era verdad. Nunca debimos aventurarnos a entrar allí.
Sospechábamos de la niebla, que lo cubría todo y nunca se iba. Tenía que ser eso, pues a nuestro alrededor no había más que árboles secos y terreno yermo. ¿Qué otra cosa podía ser? Así perdimos a Máximo y Albert: la bruma llegó de golpe y les cubrió por completo, como si les hubiera engullido. Nunca les volvimos a ver. «Que Dios se apiade de sus almas atormentadas», susurró el reverendo al enterarse. «Y de las nuestras también, Padre, pues seremos los siguientes», añadí yo en mis pensamientos. Pero lo cierto era que nunca se iban del todo.
La niebla se llevaba a nuestros amigos y los devolvía convertidos en bestias. Corrompía sus cuerpos y sus almas. Pervertía su espíritu y cegaba su voluntad. Inhumanos y sanguinarios. Antes compañeros; ahora solo sombras que se movían a nuestro alrededor.
Los retornados nos observaban desde los árboles, con sigilo. No lográbamos verlos pero oíamos su respiración animal. Estaban ahí, cada vez más cerca, expectantes, hambrientos, sedientos de sangre, deseosos de que cayese la noche para darnos caza.