El día en que cumplió los treinta, Martín tomó por fin la decisión de venderle su alma al Diablo.
Procedió como dictan los escritos: Ayunó tres días y no bebió en ese tiempo otra cosa que no fuera agua destilada. Dispuso sobre la mesa los cuatro elementos: la campanilla, el cirio negro, un pentagrama invertido y el busto del Bafomet.
Tras encender el cirio, se despojó de toda la ropa. Había leído que al Señor de las Tinieblas le complacía que sus súbditos se le entregaran desnudos.
El Diablo apareció en mitad de una nube azufrada. Resultó ser un tipo de aspecto común. Estaría en sus cincuenta, barriga incipiente, barca bien recortada y unos ojos negros como tizones. Lo primero que le dijo a Martín fue que se pusiera algo encima, que iba a coger frío, y Martín corrió al baño y se echó sobre el cuerpo el albornoz azul.
De vuelta al comedor, hablaron de muchas cosas. También de la vida que Martín deseaba para sí. Era corto de aspiraciones: un sueldo digno, una casa pequeña lejos del bullicio del centro y una mujer que lo quisiera. Eso fue todo lo que pidió.
A partir del día en que Martín cerró el trato con el Diablo, todo empezó a marchar mejor. Llegó el trabajo y una pequeña herencia. Con ella pagó la casita que anhelaba en las afueras.
Al cabo de unas semanas, conoció a Nina. Nina y sus ojos castaños y su risa con violines. Nina con los pies fríos bajo una manta, oliendo a talco, a colonia de hierbas, a pan en el horno y a carne mechada.
El Diablo siguió frecuentando a Martín. Aparecía dos o tres veces al año. A Martín no le importunaban aquellas visitas, más bien al contrario. Llegó a disfrutar realmente de la compañía de aquel hombrecillo de ojos tan oscuros. Bajaban a tomar unas cervezas y a la tercera ronda, a modo de recordatorio, el Diablo se empeñaba en detallarle a Martín el aterrador futuro que le aguardaba después de morir. Lo de la espesa atmósfera del averno, el crepitar de las brasas y el calor. La tortura, las cadenas y todo lo demás.
Pero Martín no le daba la menor importancia. En realidad, no podía creer que quien le había traído tanta dicha, el hombre que le visitaba dos o tres veces al año y con el que había trabado una amistad tan entrañable, fuera capaz de aplicarle tan mala existencia después de muerto.
Martín gozó de una vida plena. Ya anciano, provocaba las envidias de los jóvenes de su urbanización cuando lo veían pasear de la mano de Nina por el parque, los dos acaramelados, hablando de sus cosas. Y Nina riendo con su risa con violines, su piel tan blanca, los pasos cortos.
Martín murió un día de finales de agosto. A los noventa años. Mientras dormía plácidamente al lado de su mujer.
Esa misma noche descendió a los Infiernos.