Sólo hacía tres días que conocía a Yolanda. Sus ojos brillaban como piedras negras en el fondo del río. Me tienta sumergirme en esos misterios. Cuando me la presentaron me sacudió un chispazo de curiosidad, después me cautivó su simpatía y cuando, noche adelante, vi sus labios mojados en lujuria y el inútil esfuerzo de la ropa por ocultar sus carnes turgentes, definitivamente decidí zambullirme.
La llamé esa mañana, la invité a cenar. Vale, me dijo, cenaría conmigo porque tenía cara de buen chico.
Por sus horarios, quedamos directamente en el restaurante, en el Lamucca de Prado. Una mesita discreta muy al fondo, con luz cálida. Invitaba, imaginé durante los cinco minutos de espera, a confidencias y amorosos arrullos, a tomarse de la mano por encima de la mesa y…
Llegó embutida en un vestido malva de brillos tornasolados. Frente a mí comenzaron también a brillar sus ojos, y su pelo, y sus labios empapados en Ribera. Yo tenía que beber y beber tratando de disolver aquel nudo que atrancaba las palabras. Su acento cálido, como a un pobre corcho a merced de las olas, me sacó a flote.
Llegados al plato principal, en un descuido la dorada saltó y me atenazó con sus dientes el pulgar. Con una maldición, solté el tenedor y sacudí la mano tratando de liberarla. Con las violentas sacudidas salieron volando platos, copas, cubiertos. Me levanté y fue peor, porque al retirar la silla fue como si se rompiera una pantalla de cristal y se quedaran sólo esquirlas de luz en la oscuridad. Comenzaron a emerger cambiantes formas fluorescentes desde los platos: cefalópodos, peces, extrañas aves,…
Todos aquellos seres brillaban con una luz como pegajosa y me asediaban por todas partes. De pronto, del plato de Yolanda, saltó frente a mí una gran cabeza de carnero. Los cuernos eran oscuras espirales a cada lado del cráneo blanquecino aún con jirones de piel sanguinolenta pegados. Conservaba los ojos como dos bolas blancas con una bengala de luz clavada y unas fuertes mandíbulas, de dientes prominentes, que se abrían y cerraban con un sonido seco de castañuela.
Para defenderme de aquella feroz dentadura que me acosaba agarré con las dos manos la silla y comencé a dar mandobles en el aire sin acertarle a la siniestra cabeza. Entonces se produjo un estruendo todo alrededor, como si un terremoto hiciera tambalearse la tierra entera y por todas partes comenzaron a levantarse, como desenterradas, figuras humanas de caretas blancas, las cuencas de los ojos vacías, con las manos extendidas hacia mí.
De golpe me vi desarmado, rodeado por aquellas figuras que me aprisionaron entre ellas y, poco a poco, me hundieron en una especie de barro húmedo y viscoso que me fue engullendo hasta que perdí el sentido.
Me sobresaltó el alarido de la sirena. Un sanitario sostenía el gotero y otra me auscultaba:
-Sólo la herida del dedo, -dijo ella retirando el fonendo-, con el tenedor, parece.
-Sabe dios qué se habrá tomado, -exclamó el otro.