Empezaron a desertar de la aldea el día en que maté a mi padre. Hoy solo quedamos él y yo.
Lo degollé una noche de vendaval para que nadie oyera sus alaridos. En el corral. La verdad es que mentiría si dijera que no disfruté haciéndolo… Cuando el despotismo y el alcoholismo condicionan el carácter de una persona, pobres de los que haya alrededor. Yo quise ser maestro; él que me dedicara a la tierra. Dos decenios después me acerco peligrosamente a los cuarenta y sigo siendo esclavo de este erial. Lo tuve que matar.
Pero al hacerlo la pifié. Su respiración de ultratumba espanta a los estorninos cuando vienen a por las lombrices que ahora él come. En la huerta que hay en frente de este cortijucho de mala muerte la personificación del horror se dedica eternamente a las labores del campo. Cierto es que, en parte, para eso lo maté, para que me abasteciera mientras yo buscaba la forma de salir de este atolladero. Pero definitivamente mi mente no estaba preparada para esto.
Sé que sueno incoherente, me explico: al cura Don Benito se le consideraba una eminencia en la aldea; yo en cambio tenía mis reservas hacia él. Recuerdo que cuando doblaba la sotana le gustaba dejar la cruz del bordado bocabajo. En una ocasión vi a las panaderas salir por la puerta de la sacristía a las tantas. Las vi trepar por las paredes y correr por los tejados riendo. Dos octogenarias. Creí haberlo soñado, pero a la mañana siguiente las tejas amanecieron rotas y las golondrinas decapitadas en sus nidos. Una vez, aprovechando que era monaguillo, robé un librito de su anaquel secreto. Di lugar a que pasaran varios años, pero al final, harto de mi padre, acabé poniendo en práctica uno de los hechizos que encontré en sus páginas. Después de clavarle la faca, mezclé su sangre con estiércol siguiendo las indicaciones y leí en voz alta lo que imagino que era una oración en latín. La sombra de nuestra última cabra se puso a dos patas, tras lo cual y de repente, la pobre ardió como una antorcha. Añadí las cenizas a la receta y con el mejunje aboné varias plantas. Al cabo de un día los pimientos eran largas lenguas, los tomates ojos inyectados en sangre, las calabazas contenían vísceras, las lechugas eran pliegues de piel, etc. Y así engendré lo que acababa de exterminar.
Ahora no descansa. Tampoco habla. Sigue siendo el de antes con el agravante de que ya no morirá. Me paraliza: no paro de pensar en su alma, o en la ausencia de ésta. Abro la ventana y lo veo dejar una espuerta de patatas recién arrancadas en el porche. Quiere que me mantenga vivo. Esa cosa se empeña en hacerme ver lo lento que pasa el tiempo, lo loco que conseguirá volverme. Dios santo, presiento que este cortijo acabará convirtiéndose en mi tumba.
Come lombrices; pronto serán gusanos.